En la constitución pastoral Gaudium et Spes se afirma: “el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. [1] La identidad del hombre es algo tan difícil de descifrar. Pues sí: se trata de un cierto “descifrar” algo que estuvo siempre allí, pero respecto de lo cual hasta el momento no hemos podido dar “en el blanco”. Todo pareciera indicar desesperación e incertidumbre, es cierto. Pero sólo hasta que consideramos esa especie de brújula que Dios nos concedió: el “significado esponsal del cuerpo”.
El significado esponsal del cuerpo en el pensamiento de Juan Pablo II
Este es un tema central en las Catequesis de san Juan Pablo II. De hecho, toda su antropología gira en torno a esta premisa: el cuerpo del varón tiende al de la mujer, y viceversa. Tanto la masculinidad como la feminidad tienen algo que decirnos ante el misterio de nuestra existencia. Sexo que nos fue otorgado por Dios, y que significa algo más que un simple “existir”. En efecto, nos indica un “tender”, una cierta intencionalidad implícita en la estructura metafísica o primigenia de nuestra identidad.
El Papa de la familia escribe: “el cuerpo humano, con su sexo, y con su masculinidad y feminidad, visto en el misterio mismo de la creación, es no sólo fuente de fecundidad y procreación, como en todo el orden natural, sino que incluye desde «el principio» el atributo «esponsalicio», es decir, la capacidad de expresar el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en don y —mediante este don— realiza el sentido mismo de su ser y existir”. [2]
Certeza y vocación
El cuerpo humano, querido por Dios como constitutivo de nuestra naturaleza compuesta, expresa también Su Voluntad en su ser varón o mujer. No se trata de pensamientos o suposiciones, sino de certeza y vocación. Dios nos llama a ser varones o mujeres desde el inicio de nuestra existencia. Es un dato genético, inclusive en el sentido etimológico de la palabra.
Es interesante remarcar que el calificativo “esponsal” es identificado con “la capacidad de expresar el amor”. O sea que el amor —mejor dicho, el “amar”— está sujeto a la persona desde donde surge dicha acción, de modo tal que resulta imposible separar el acto de la naturaleza del sujeto de donde proviene. Lo mismo vale para cualquier acto humano. De hecho, no sólo compromete a la naturaleza —como en los animales—, sino también a la libertad y a su hermana, la responsabilidad.
Amar según nuestra naturaleza
En otras palabras, la persona puede realizar acciones no humanas, es decir, desprovistas intencionalmente del verdadero sentido de su naturaleza, cuando escoge amar como si fuésemos ángeles o como si fuésemos animales. Ambas situaciones erróneas para quien Dios ha asignado ya algo particular, como amar según la naturaleza humana. Estas acciones —que se alejan sólo a nivel intencional, es decir, moral, de la naturaleza— muestran pecado o ignorancia del sujeto. De hecho, san Juan Pablo II escribe: “El separarse del significado esponsal del cuerpo comporta al mismo tiempo un conflicto con su dignidad de persona: un auténtico conflicto de consciencia”. [3]
Actuar como varones o mujeres
Así, el actuar como el sexo opuesto —o, simplemente, sin la responsabilidad de ser “varones” o “mujeres en todo ámbito— da lugar a este conflicto, ante el cual nos enfrentaremos tarde o temprano. Para decirlo de otra manera: existe un modo auténtico de vivir la masculinidad y la feminidad. Pensamos que las líneas fundamentales para estudiar esto último se encuentran en Efesios 5 y el comentario del santo Padre al respecto en el quinto ciclo, haciendo alusión al Cantar de los Cantares y el libro de Tobías.
Dios nos pide actuar como varones o mujeres, tomando en nuestras manos la responsabilidad de la libertad de los hijos de Dios a partir de este específico dato primigenio y primordial. Aquel significado “esponsal” remite, por lo tanto, a una vivencia concreta del propio ser “varón” y ser “mujer”, a partir de la consciencia de la Voluntad de Dios al respecto y también de la tendencia querida por Él. Nos permite, pues, vivir santamente la sexualidad y reconocer nuestra mutua dependencia para el descubrimiento de la identidad personal.
Un cuerpo que reclama interpersonalidad
¿Quién soy? ¿quiénes somos? To be, or to be together, that is the question. Ni la identidad ni la existencia, sin más, pueden vivirse de forma aislada. Nuestro cuerpo, pues, reclama la interpersonalidad, reclama la palabra, la pregunta y la respuesta. El varón manifiesta, siendo varón, que no es mujer. Una antítesis hegeliana que no se resuelve en la negación o la superación marxistas, sino en el encuentro y síntesis que se propone en la “comunión de personas”, con ésta mujer. Sólo aquí podrán expresar el amor del que son capaces, y se reconocerán recíprocamente. Desvelarán poco a poco su identidad en cada acto de amor, en cada expresión en la que confirmen el valor del otro, lo cual señala, a su vez, el valor del que soy portador.
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El matrimonio, lejos de ser un escondrijo subterráneo de los afectos individuales, se muestra como el catalizador esperado para el reconocimiento de mi persona en la unión con el otro, llevando a su máxima actualización el “significado esponsal del cuerpo” y, por lo tanto, obrando de acuerdo con la Voluntad de Dios.
Cuando amo verdaderamente, es decir, según el “ser varón” o el “ser mujer” expresado en mi cuerpo concreto, entiendo quién soy. Todo lo demás, como los libros de autoayuda que buscan que uno se meta en uno mismo, como si fuera una “alfombra enrollada”, sólo nos aleja del quid de la cuestión. Toda aquella literatura de autoaceptación y superación personal es bagaje pesado y contradictorio a nuestra existencia donativa. Nos entorpecen cuando piden “encerrarse” y “amurallar” cuando, en realidad, ni siquiera debemos tender puentes, sino que tenemos que caminar el ya construido por Dios. Consejo: sólo ama como Dios manda, y vivirás una vida plena de sentido: de Su sentido.
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[1] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, 24c
[2] San Juan Pablo II, Audiencia general del 16/01/1980, 1b
[3] San Juan Pablo II, Audiencia general del 16/01/1980, 1a
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