El deseo sexual es el más intenso que se puede experimentar a nivel físico. Esto es así por la conexión que existe entre dicho deseo y la felicidad. La felicidad no consiste en el placer, pero éste puede ser un medio para acercarse a ella. ¿De qué modo? De eso nos ocupamos en este post.
Deseo de felicidad
Cuando uno pregunta por el “para qué” de una acción, indaga por su finalidad. La respuesta viene a ser la razón por la cual uno hace eso que hace. Lo interesante es que uno puede volver a formular esa pregunta sobre eso que uno acaba de responder; y a su vez, volver a formularla sobre la nueva respuesta. En la medida que uno va respondiendo, uno empieza a descubrir las motivaciones más profundas, que son también las más intensas, pues sostienen a las que de ellas dependen. Lo interesante es que uno no puede preguntar por el “para qué” hasta el infinito: las preguntas se acaban cuando uno responde: “para ser feliz”.
Todo lo que buscamos, lo buscamos por algo más. La felicidad, en cambio, siempre es buscada por ella misma. No hay una razón para querer ser feliz, sino que la felicidad es la razón última de todo lo que queremos. Podemos no estar de acuerdo en qué es aquello que nos hace felices —el placer, el dinero, el poder, Dios—, pero lo que no está sujeto a discusión es que, en última instancia, todos buscamos la felicidad. Siendo la razón última, se trata del deseo más intenso del ser humano, pues es el que sostiene a todos los demás, y del cual todos toman su fuerza. Si acaso algún deseo en el ser humano puede llegar a ser particularmente intenso, es por su íntima conexión con la felicidad. Es lo que ocurre con el deseo sexual.
Hecho para amar
La felicidad habla de un estado de plenitud; y la plenitud hace alusión a la tenencia de algo. En efecto, uno no halla plenitud cuando le falta alguna cosa, sino más bien cuando la posee. Y uno puede buscar poseer algo de dos maneras. La primera es recibiéndolo de alguien más o tomándolo uno. Se trata de acciones en las que el destinatario es uno mismo. La segunda, en cambio, parece paradójica, pero no por ello es menos real. En efecto, cuando uno entrega desinteresadamente también recibe algo. Eso que se recibe no es tangible, sino que es una suerte de alegría —de plenitud, digamos—. Y lo curioso es que dicha experiencia es mayor en la medida que uno más se involucra en aquello que entrega; es decir, cuando uno no solamente entrega algo, sino que se entrega en eso que hace. Hay más alegría en dar que en recibir, y mientras uno más se da —se dona, se entrega—, más plenitud experimenta.
Dado que la felicidad hace alusión a un estado de plenitud y uno experimenta más plenitud al entregarse, el modo de acercarse a la felicidad es el de la entrega de uno mismo. Y entregarse no es otra cosa que amar. Si uno puede decir que el ser humano ha sido hecho para ser feliz —pues es la respuesta última al “para qué” de su existencia—, esto es equivalente a decir que el ser humano ha sido hecho para amar. Ahora bien, esto se vive de manera particular en el amor de pareja. En efecto, amar es buscar el bien de la otra persona, y en el amor de pareja, la búsqueda del bien del otro adquiere la dimensión de una donación total. “Busco tanto tu bien que te entrego lo mejor que tengo: me entrego yo mismo, a la vez que recibo generosamente el don que me haces de ti”. Si bien esto se va dando de modo progresivo, llega a ser una de las formas más extremas de amor cuando adquiere su forma definitiva en el matrimonio. Este consiste, pues, en una donación de la propia persona de un modo exclusivo, incondicional, abierto a la vida, y dispuesto a renovarse todos los días hasta la muerte.
Deseo sexual y felicidad
Decíamos que la intensidad de un deseo pone de manifiesto su íntima conexión con la felicidad. El modo de llegar a la felicidad es la entrega de uno mismo —que no es otra cosa que vivir el amor hasta sus últimas consecuencias—. Así, si el deseo sexual es el más intenso que uno puede experimentar a nivel físico es porque a su vez toma su fuerza de un deseo que es todavía más profundo en el ser humano —y que no se agota sólo en lo físico—, que es el deseo de amar entregándose. El deseo sexual, por sí mismo, no conduce a la felicidad, pero ayuda a llegar a ella cuando se pone en juego en el marco de la entrega total de la persona. Un ejemplo claro de esto es el matrimonio. En efecto, el matrimonio es un estado de donación permanente de la propia persona al otro. Es una expresión de la forma más extrema de amor: amor de donación. En este marco, el deseo sexual se ordena a expresar y fortalecer el vínculo generado por dicha unión. “Te entrego mi cuerpo como expresión de la entrega total de mi persona.” El placer, buscado solo, termina saturando, pero no llena. Lo que llena es amar entregándose, en cuyo marco el placer despliega su valor.
El deseo de entregarse es el que sostiene y da sentido al deseo sexual. Por eso alguien que renuncia al placer sexual para vivir más plenamente dicha entrega —por ejemplo, un sacerdote o una religiosa— no experimenta frustración. Esto ya que el deseo de amar entregándose, al cual se ordena el placer, se satisface plenamente. Salvando las distancias, esto puede llegar a vivirse también en el amor de pareja cuando la renuncia momentánea al placer constituye un acto de auténtico amor. En efecto, uno también expresa la entrega de sí mismo al otro cuando renuncia a algo que considera valioso en orden a conseguir un bien mayor para los dos.
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