Santo Tomás señala que de los placeres físicos que experimentamos en nuestra vida, son dos los que sin lugar a dudas llevan la delantera: el placer relativo a los alimentos y el placer sexual. Pero aclara de inmediato que, de entre ambos, es el placer sexual el que de manera indiscutible se lleva el primer lugar. ¿Por qué es así?
Para Santo Tomás, algo me genera más atracción en cuanto es fuente de mayor perfección. De ahí que el hecho de que el placer relativo a los alimentos y el placer sexual sean los más atractivos a nivel físico se debe a que constituyen una gran fuente de perfección a ese nivel. ¿Cuál es esa perfección que me pueden aportar? La continuidad de la vida, tanto personal (alimentos) cuanto la del género humano (placer sexual). Ahora bien, el hecho de que el placer sexual sea mayor se debe a que el bien de la especie es superior al bien del individuo.
Karol Wojtyla —quién será san Juan Pablo II— dará un paso más. Dirá que la razón de que el placer sexual sea el más intenso a nivel físico es que ayuda a que el hombre realice aquello que le aporta su mayor perfección: amar. De hecho, considera que el placer sexual no es un fin en sí mismo, sino un medio: se trata de un insumo para el amor.
La mirada de Tomás y la de Wojtyla se complementan, y nos permiten plantear dos conclusiones. La primera es que el placer sexual es algo muy bueno. La segunda, que no debe ser buscado por sí mismo. Si lo busco por sí mismo, lo distorsiono, pues aquello que le da su sentido pleno es su ordenación al amor.
La ordenación del placer al amor supone un equilibrio. Como todo equilibrio en materia moral, se trata de un punto medio entre dos excesos. El primero es el hedonismo: la búsqueda del placer por el placer mismo. Esta postura se centra en el valor positivo del placer sexual —como dijimos, el placer es algo muy bueno—, pero desconoce su carácter de medio. Lo que llena al hombre es el amor, no el placer. Separado del amor, el placer satura, pero no llena. En el fondo, te deja vacío.
El segundo exceso es el rigorismo, que considera al placer como un mal necesario que acompaña la procreación. Esta mirada no sólo introduce un criterio utilitario en la relación —la otra persona es un medio para procrear—, sino que priva a las relaciones humanas de su humanidad. Esta postura se centra en uno de los fines a los que tiende el placer —la procreación, la cual a su vez se desdibuja si se la disocia del amor— y se olvida de que el placer no sólo es algo bueno, sino algo muy bueno para el hombre. De hecho, se trata de un complemento muy importante de la vida matrimonial.
Podemos dar un paso más y plantear lo que en palabras de Wojtyla constituye la interpretación religiosa del placer sexual. ¿En qué consiste ésta? En que la bondad del placer sexual radica también en que se trata de un medio que ayuda a que el hombre se inserte en la dinámica creadora de Dios. Dios crea, pero asocia al hombre a su obra creadora haciendo de él una suerte de co-creador. Y en el revestimiento de esta dignidad que Dios concede al hombre entra en juego el placer; por supuesto, situado en su ámbito propio, que es el amor.
*Publicado en el blog de la SITA Joven.
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