A veces, la búsqueda del hijo se prolonga por meses; a veces, por años. Puede volverse tiránica y absorber todo lo que tiene la pareja: sus conversaciones, sus preocupaciones, sus finanzas, sus rezos, sus silencios… Sin darse cuenta, a veces los mismos esposos empiezan a verse como utilidades que lo acercan a la gran meta: el hijo. Al modo de un objeto de deseo, muchas veces se deposita en el hijo futuro la solución a todos los problemas.
Sin embargo, un hijo no soluciona heridas pasadas, soledades transitadas con resentimiento ni corazones endurecidos. Más bien lo contrario: el hijo merece tener unos padres dispuestos y amorosos, un hogar cálido y abierto para recibirlo. Pero lo que parece tan simple de escribir y leer no lo es en el frío camino de una búsqueda que se prolonga, en ocasiones, por demasiado tiempo.
De la fertilidad no se habla
La fertilidad pasa de ser una gran desconocida a ser un gran tabú. A veces, pasamos la vida teniendo pavor, para después entrar en pánico por no poder alcanzar el embarazo. A los que les costó lograr el embarazo esto les parece la gran ironía de la vida: ¡haber estado evitando el embarazo…! Una ironía cruel y sin gracia, porque el camino para buscar un hijo iba a ser mucho más largo y duro de lo que habían imaginado.
La fertilidad no se habla en cuanto tal: muchas veces, se asume que el embarazo se evita. Las primeras conversaciones serias suelen ser levemente incómodas: ¿qué espera el otro?, ¿qué piensa?, ¿qué idea tiene?, ¿cómo nos encontraremos en un punto común?
La decisión de buscar un embarazo también suele estar teñida por un “quién sabe…”. No son muchos los que proclaman la frase “vamos a buscar un hijo”, sino que se recurre a una que los hace sentirse más cuidados: “Que pase lo que pase”; “Veremos qué pasa…”. La verdad es que afrontar el costo emocional de decir “buscamos un hijo” implica tener también la espalda para recibir la noticia de que no llega.
El silencio que puede ser distancia
Cuando los meses pasan y el embarazo no llega, uno lo toma como un “podía pasar”; y en general, uno se pone a nombrar las estrategias a través de las cuales quiere implicar que no va a enloquecer, que no va a centrar toda su vida en esa búsqueda. En general, ambos en la pareja intentan transmitir al otro tranquilidad, y una manera liviana de tomárselo.
Pero si los meses siguen pasando, si el tiempo se estira, muchas veces acontece un gran silencio. No querer preguntar o no querer decirle al otro cómo uno se siente, por temor a ver las heridas. Heridas de las expectativas, heridas de lo que no fue, o simplemente no saber qué contestar a la vulnerabilidad del otro…
Si ese silencio crece, se puede convertir en distancia, y después en abismo. Lo que al principio fue un silencio después puede transformarse en una incomodidad que crece como una sombra. Incomodidad cuando se ven sobrinos u otros niños, incomodidad por preguntas relacionadas, incomodidad cuando están solos, y más aún a la hora de tener relaciones.
El camino del silencio muchas veces lleva a que cada uno termine transitando por su lado, peleando su propia batalla. Entonces, el otro pasó a ser uno más. El temor de preguntar o hablar surge también de no saber cómo lidiar con el propio peso, de creer que “no voy a poder” con la carga suya y con la mía. El riesgo de este silencio, muchas veces, es pasar a transformarse en dos desconocidos.
La oportunidad del encuentro
Sea el diagnóstico que sea, la fertilidad, como la infertilidad, no son de uno exclusivamente: no poder concebir es una acción de la pareja. Son ambos los que no pueden. Es verdad que no lo transitan por igual la mujer y el varón. La mujer es sede, en su propio cuerpo, del anuncio que recibe ciclo tras ciclo: “no hay embarazo”. El varón no. Él debe esperar la noticia de la mujer. La mujer transita el dolor y la ausencia en su propio cuerpo; el varón lo transita como espectador. No lo viven igual, pero ello no significa que el sentimiento sea menor, o que no lo transite.
La distancia natural que tiene el varón y su diferencia con la mujer no deberían ser vistas como una condena o un abismo infranqueable. De lo contrario, ellos simplemente quedan como víctimas de un “No lo entenderías”. Justamente esta distancia es el camino de la invitación. Es un recorrido que uno tiene que estar dispuesto a caminar: si lo hace, tiene una oportunidad de encuentro. Ambos, varón y mujer, pueden decir, de un lado y del otro: “No lo entiendo, pero te quiero contar. Para que estés conmigo”.
El precio de ese encuentro es lograr salir de uno mismo, hacer el esfuerzo de encontrar lugares, momentos y palabras para poder salir al encuentro. No es fácil, no es lineal, y no siempre sale bien. Pero vale la pena salirse de uno mismo, en busca del otro. Quizás no sepamos palabras de consuelo, quizás no haya una solución para ofrecer, pero sí está el tiempo compartido. El esfuerzo de poder estar con el otro. La oportunidad de encontrarse en el dolor, y seguir creciendo en el amor.
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El embarazo que no llega no es una condena: es un tiempo para el encuentro. Un encuentro fructífero entre los esposos, porque es un encuentro amoroso y esperado, en el que se confirma que la familia ya existe, en el que ambos se saben y se reconocen como fuente de vida y de frutos.
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