Un sacerdote amigo nuestro suele anticipar en las charlas prematrimoniales cuáles son las principales crisis que de modo inevitable van a atravesar los esposos. La primera, según él, es el mismo hecho de casarse. Adaptarse a la convivencia, pasar de pensar de modo más individual a pensar en los dos como “una sola carne” en todos los aspectos de la vida…, y un largo etcétera. El punto interesante viene cuando le preguntan por la segunda crisis a enfrentar. Y él afirma que esta se desencadena con el nacimiento del primer hijo. La experiencia, casi siempre, demuestra que este sacerdote tiene razón.
La llegada del primer hijo abre ese núcleo de dos hacia un “otro”. Pasamos de ser dos a ser tres. No se trata sólo de una cuestión de números. Aquí la cuestión radica en que hasta el momento eran dos, dos que ya tenían establecido un orden determinado para funcionar en el día a día. Se conocían muy bien y congeniaban sus intereses, gustos y necesidades de modo tal que se pudiera vivir más o menos armoniosamente. Pero, cuando llega esta tercera persona, nos encontramos frente a alguien que tenemos que conocer, que es sumamente dependiente y demandante y que por su condición de recién nacido viene a desarmar la estructura anteriormente establecida.
Es por este motivo que hablamos de crisis. No porque este hecho sea algo negativo —¡todo lo contrario!—, sino porque implica una situación que nos desafía como matrimonio, y que nos abre a la oportunidad de ser mejores. Para transitar esta etapa del modo más sano posible, tanto para los esposos devenidos en padres como para el hijo recién llegado, es fundamental tener en cuenta ciertos principios, que veremos a continuación.
La maternidad: un hecho sexual
La maternidad como tema es realmente complejo, y tiene tal infinitud de aristas que se vuelve inagotable al momento de abordarlo. Sin embargo, ahora nos centraremos en un aspecto. Más allá de las diversas construcciones sociales y culturales que hay sobre la maternidad, hay una realidad natural y, por lo tanto, objetiva que se impone: que la maternidad pertenece de modo intrínseco a la sexualidad de la mujer.
Así es. La concepción, el embarazo, el parto y la lactancia son todos hechos de la vida sexual femenina. Puede sonar muy extraño, y es que hasta el día hoy esto no se dice ni se enseña, a excepción de en algunos pequeños espacios de embarazo y crianza. Socialmente, sigue siendo un tema tabú. ¿Por qué es importante pensar en esta premisa acerca de la maternidad? Porque teniéndola en mente podemos comprender de modo más realista qué es lo que sucede en una familia cuando nace un hijo, qué es lo que le pasa a esa nueva mamá, qué puede sentir el papá, y cómo brindarle al bebé el apego y afecto que necesita.
El “paso a paso” de la sexualidad en la maternidad
Cuando sucede la concepción, todas las hormonas femeninas se reorganizan para dar lugar al embarazo, luego al parto, y finalmente a la lactancia y al puerperio. La principal hormona protagonista del parto es la oxitocina. Esta alcanza su punto de mayor presencia en el cuerpo materno al momento del alumbramiento de la placenta. Ahí se da el pico más alto de oxitocina que la mujer pueda tener en toda su vida. Luego, continúa presente en la lactancia, pero en menor medida.
Esta hormona es la encargada de generar entre madre y bebé un apego y amor sin iguales. Resulta interesante que esta misma hormona sea la que se hace presente en el cuerpo de los esposos durante el máximo placer alcanzado en el acto conyugal, generando de modo único un sentimiento de mutua pertenencia entre ellos. Claro está que, para funcionar, la oxitocina necesita un ambiente de intimidad absoluta, algo que parece obvio en el acto sexual, pero que no es obvio ni tampoco se busca garantizar siempre, dentro de las posibilidades, en los partos.
Otro suceso que une la maternidad con la sexualidad es el hecho de que la libido de la mujer, luego del nacimiento, se concentra casi por completo en su bebé. Y esto se debe a que es necesario que ese niño sobreviva sus primeros meses, y para ello depende de la atención continua que su madre le brinde. Por ello, es totalmente esperable que el deseo sexual de la esposa esté muy bajo o que sea inexistente, situación que puede desconcertar al esposo si se encuentra desprevenido. Pueden aparecer sentimientos de desplazamiento en el hombre, quien queda muchas veces a un lado en la tríada. Todo esto es muy común y esperable.
Conocimiento y aceptación de una nueva realidad
Cuántos problemas y angustias podríamos evitar si se hablara abiertamente de este proceso que implican la maternidad y la paternidad. Cuán fantasiosas y dañinas son las imágenes que sólo muestran idealizaciones y romanticismos. El nacimiento de un hijo cambia la vivencia de la sexualidad de la pareja, no sólo porque cambie su dinámica en el ejercicio de esta, sino —y principalmente— porque se inserta dentro de la sexualidad misma de ambos.
Los esposos, al devenir padres, abren su sexualidad, en sentido amplio, a otro, por un tiempo determinado. Aceptar esta realidad con amor es una entrega generosa al hijo y una adhesión al plan de Dios Creador, quien en su inmensa sabiduría hizo buenas todas las cosas. Esto implica también que el esposo, por su parte, tenga confianza en la esposa madre, y que le dé el ánimo y apoyo necesarios para atender al bebé. La esposa debe a su vez comprender al esposo padre, y tratar de integrarlo con afecto en la nueva dinámica.
Es en verdad necesario saber todo esto, y mucho más, para que la inmensa alegría que es recibir un hijo no nos encuentre en las nubes, sino con información certera y con sentido de la realidad. Así podremos poder transitar esta etapa del modo más pleno y responsable posible.
La Teología del Cuerpo
La Teología del Cuerpo desarrollada por el Papa Juan Pablo II nos ha enseñado de modo original y único que el cuerpo manifiesta a la persona: es la realidad visible de aquello invisible que es el alma. Nos recuerda también que somos una unidad sustancial de cuerpo y alma, es decir, que no “tenemos” un cuerpo para usar, sino que “somos” un cuerpo. Todo aquello que hacemos desde el cuerpo representa, o debería representar, lo que sentimos, pensamos o deseamos.
Pero la Teología del Cuerpo nos demuestra principalmente que este tiene un lenguaje propio, que es objetivo y que nos comunica una verdad. Por eso, a la luz de esta enseñanza, se nos ilumina una comprensión insuperable del amor entre varón y mujer. El cuerpo humano, en su diferencia sexual, nos revela el llamado de la persona a salir de sí misma, para entrar en comunión con otro, que en su diferencia nos atrae. Y esto mismo que sucede en el amor humano —y que hemos explicado a grandes rasgos— se da también en la experiencia de la maternidad.
El lenguaje del cuerpo en la maternidad
¿Cómo es esto? Ocurre que, a través del lenguaje del cuerpo de la madre y del bebé, Dios nos muestra una vez más su designio y voluntad. Este lenguaje llega a adquirir dimensiones fascinantes. El cuerpo femenino habla por sí mismo, con su lenguaje propio de la fecundidad y la capacidad de dar vida y de cuidarla. Podemos decir que la maternidad está inscrita en el ser mismo de la mujer. No sólo desde lo biológico, sino también desde lo psicológico y espiritual. Toda mujer está llamada a dar vida, en los diversos ámbitos donde se desempeñe.
En el mismo instante de la fecundación del óvulo por el espermatozoide ya comienza un diálogo entre el cuerpo de la madre y el del bebé, que continuará durante todo el embarazo. Cuando se inicia el trabajo de parto, también los dos trabajan de modo sincronizado para que se produzca el nacimiento. Y es a partir de aquí que comienza una danza circular entre madre e hijo. Cuando por fin se encuentran del otro lado de la piel, ambos cuerpos se reclaman mutuamente. Estuvieron unidos íntimamente durante nueve meses y, para poder preservar su funcionamiento y salud, necesitan estar juntos.
El cuerpo del bebé necesita del de su mamá para poder sobrevivir. Hasta el momento, ese fue su hogar, el lugar donde se nutrió, donde se sintió seguro y confortable. Ahora que está fuera llama a gritos por ese mismo cuerpo-lugar, que le asegura su existencia: los pechos que lo nutren, los brazos que le dan calor y el sostén que antes le proporcionaba el útero; los latidos y la voz de su mamá le dan la calma y la seguridad que necesita. A su vez, regula su temperatura, su frecuencia cardíaca y su respiración según los parámetros de su mamá.
El niño recién nacido tiene es sus genes el instinto de sobrevivir, que lo lleva a querer estar junto a su madre todo el tiempo. Por el otro lado, está la mujer, cuyos pechos comienzan a llenarse abruptamente de leche y necesitan ser vaciados; su útero debe contraerse para evitar hemorragias, y esto se lo facilita la succión del bebé al seno, y su psiquis en plena deconstrucción requiere la presencia de su hijo para mantener el mayor equilibrio posible.
¡Qué situación tan compleja! Pero tan simple a la vez, si a ambos se les da aquello que necesitan: tenerse mutuamente, todo el tiempo que requieran. Son simplemente dos personas que se necesitan tanto en el alma como en el cuerpo. Sólo hace falta dejar tantos elementos artificiales, y volvernos hacia la fisiología y la naturaleza que tan sabiamente creó nuestro Dios Padre.
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Luego de comprender un poco todo este mundo bastante desconocido, ya se nos manifiesta cuán erróneas pueden resultar aquellas visiones —presentes todavía entre muchos creyentes— según las cuales una crianza basada en el respeto y la atención a las necesidades fisiológicas y psicológicas del bebé podrían dañar al matrimonio —por ejemplo, el colecho o el amamantamiento prolongado—. Todo lo contrario: el amor al hijo une a los esposos.
Los esposos que son conscientes de esto y se ocupan de procurar al bebé aquello necesario para su sano desarrollo están multiplicando su amor y haciéndolo fecundo. Saben abrir generosamente el espacio de su intimidad al hijo, y saben donar el cuerpo de la mujer para la vida nueva que llega. Y hablamos en plural porque ambos deben saber hacer esta entrega: la mujer se dona a sí misma al bebé, incluido —momentáneamente— su cuerpo, y el varón acepta como propia esta donación que hace su esposa, sin recelos ni egoísmos.
Dios Trinidad nos ha enseñado que el amor que se comunica se multiplica. Así sucede con los hijos. Cuando el matrimonio supera todo egocentrismo, para ir más allá de ellos dos aún en la intimidad y en el cuerpo, su amor se hace todavía más perfecto y abundante.
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