Tomémonos un tiempo para hacer silencio. Encontrémonos con nosotros mismos: ¿qué vemos en nuestro interior? En el fondo de nuestro corazón, hallaremos esa ominosa añoranza de lo divino de la que hablaba San Agustín, esa sed de algo más grande que nosotros mismos. Ese movimiento interior nos habla de una realidad: ¡estamos llamados a ser santos! Esto quiere decir que no podemos conformarnos con lo que somos, y transforma nuestra vida en un esforzado —pero gozoso— peregrinar hacia el Cielo.
Por todo esto, me parece importante que, si de verdad queremos al otro, no banalicemos ciertas frases, que pueden desorientarnos de este camino. Y creo que muchas veces nos equivocamos cuando, intentando decirle algo lindo al otro, lanzamos esta famosa frasecita: “¡Nunca cambies! ☺”. A la luz de estas reflexiones, ¿no sienten que eso es algo horrible para desearle a un ser amado?
Podemos ser mejores…
Desenmascarar la mentira del “nunca cambies” implica asumir este llamado a la santidad como algo cotidiano, personal y necesario. Queremos cambiar nosotros mismos, queremos ser mejores, del mismo modo que queremos que el otro también sea mejor. Desearle a nuestro ser amado que nunca cambie es opuesto a nuestra misma naturaleza, que nos demanda un crecimiento personal constante.
Atención: no hablo aquí de “crecimiento personal” en términos exitistas. No apunto a frases vacías que te lleven a “ser tu mejor versión” o a una actitud personal que logre que “el universo conspire a tu favor”. Estas falsas certezas te llevan a una superficial conformidad con vos mismo.
Por el contrario, te invito a abrazar un camino de verdadero cambio, un camino de conversión constante y cotidiana. La idea es que tanto vos como tu ser amado, buscando ser mejores, se permitan caerse todos los días del caballo, como San Pablo, para redescubrir que nuestra fuerza está en Cristo. Con esa fuerza, podrán andar este camino del cambio, que no es un cambio abstracto, por el gusto del cambio en sí, sino que consiste en algo muy concreto: en ser cada vez más virtuosos. ¿Se animan a emprenderlo juntos?
…sin dejar de ser nosotros mismos
Cambiar, ser mejor, ser más virtuosos, no significa perder la autenticidad o abandonar aquellas cosas que nos hacen ser quienes somos. Filosóficamente, lo más correcto acerca del cambio es afirmar que, justamente, que haya cosas que cambian quiere decir también que hay otras que permanecen. Nuestra esencia, las cosas innatas que nos ha dado Dios —como nuestro temperamento o nuestros talentos—, van a seguir allí, al igual que ese “algo” que nos hace únicos e irrepetibles —lo que la metafísica clásica llama “aliquid”—.
De hecho, ese es el material sobre el cual tenemos que trabajar para cambiar: esa es nuestra base sólida para emprender el camino del cambio. Por eso pienso que la primacía la tiene, ante todo, la realidad. No podemos cambiar, ni ayudar al otro en ese proceso, si primero no vemos la realidad.
Una de mis ocupaciones es corregir y editar textos —entre ellos, algunos de los que se leen aquí, en AmaFuerte.com—. Y una de las cosas que más me gusta de esta tarea es que, cuando termino de corregir un texto ajeno, es habitual que el autor me comente: “¡Ahora sí que dice lo que yo quería decir!”. Muchas veces, los errores de redacción o de estilo no nos permiten ver la luminosidad del sentido del texto; entonces, cuando los corregimos, esos errores desaparecen, y el texto brilla en todo su esplendor. Queda —me gusta pensarlo así— como siempre debió haber sido, es decir: ahora, cambiado, es más fiel a su esencia originaria.
Y pienso que es posible que a las personas nos pase algo parecido: cuanto más virtuosas somos, más nos parecemos a nuestra esencia. A esa esencia que, en definitiva, es la forma con la que Dios nos pensó desde el principio.
No irse al otro extremo
¡Ojo! Lo que acabo de exponer está lejos de proponer que no tengamos que aceptar al otro. Y digo “aceptar”, y no “tolerar” —en verdad, el que tolera se siente superior: este es un término que, disimuladamente, termina haciendo hincapié en los defectos del otro—. Por supuesto que tenemos que aceptar a la persona que amamos; de hecho, esa aceptación afectuosa, esa aceptación total, constituye una de las mejores expresiones de amor.
¡Y da mucha paz! Tanto como la da realizar ese otro paso importante, hacia adentro: aceptarnos a nosotros mismos. La aceptación consiste en comprender, desde la caridad, las virtudes y los defectos. Cuando aceptamos, no idealizamos ni demonizamos: vemos la realidad tal cual es, agradecemos su existencia, y nos comprometemos a poner manos a la obra para que esa realidad —sea la propia, o la de nuestra pareja— mejore.
* * *
¿Volverías a decir una frase como “¡Nunca cambies!”? Creo que ha quedado claro que no es lo mejor que podés desearle a una persona amada, ¡sino todo lo contrario! Te propongo que, a partir de ahora, en vez de invitar al otro a permanecer siempre igual, con esa frase que es un latiguillo, te permitas desearle de corazón algo como esto: “Que mejores a cada paso, que seas cada día más virtuoso, que alcances la santidad”.
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