En el ser humano, lo visible y lo invisible forman una unidad indisociable. No es posible, pues, separar el cuerpo del valor total de la persona. Al poner en juego el cuerpo, uno pone en juego lo mejor que tiene: se pone en juego uno mismo.
El mundo interior
Todo ser humano es alguien en quien lo visible se une con lo invisible. Si el ser humano fuera sólo lo visible —su cuerpo—, la vida del ser humano se regiría únicamente por reglas físicas. Y así, la libertad se limitaría sólo a la posibilidad de trasladarse de un lugar a otro, la conexión entre dos personas se limitaría a los momentos en los que están físicamente juntas, y la unión más perfecta sería la de los cuerpos. Pero no es así. No es así porque una persona que está físicamente encerrada puede seguir siendo libre si no es quebrada interiormente. Dos personas que están físicamente separadas pueden, sin embargo, estar interiormente muy unidas a pesar de la distancia. Y una persona puede estar interiormente ausente, aun cuando su cuerpo está presente y en contacto con otro.
Si bien el ser humano es su cuerpo, no se agota sólo en su cuerpo, sino que posee una insondable riqueza interior. Esa interioridad es un mundo en el que hay sueños, proyectos, recuerdos, alegrías, miedos; un mundo en virtud del cual se ve impulsado a buscar el bien, la verdad y la belleza; un mundo por el cual la última palabra no la tiene el instinto, sino la libertad. Y es en atención a él que la persona posee un valor incalculable. Ahora bien, en el ser humano, ese mundo invisible forma una unidad inseparable con lo visible. Si se pretende ver al ser humano sólo como un cuerpo, eso que se tiene no es el ser humano. Pero si se lo pretende ver sólo en atención a ese mundo interior, eso con lo que uno se queda tampoco es el ser humano. La dimensión invisible y la visible no se oponen, sino que lo invisible se conoce precisamente a partir de lo visible. El cuerpo no esconde ese mundo interior, sino que es el medio a través del cual éste se manifiesta. El cuerpo manifiesta a la persona.
Lo mejor que tengo
Si el cuerpo fuera algo accesorio al ser humano, uno podría poner en juego el cuerpo sin poner en juego toda su persona. Como esos drones que se mandan a la guerra manejados desde algún lugar remoto. El dron puede dañarse o destruirse y nada le pasa al piloto. Si se destruye en combate, se toma uno nuevo y se continúa la batalla. Pero ello no ocurre con el ser humano y su cuerpo. El cuerpo es algo esencial al ser humano: “soy cuerpo”. Y, por eso, donde se pone en juego el cuerpo, se pone en juego toda la persona. Esto es algo muy importante para el mundo de la sexualidad, donde el cuerpo puede ser fuente de sensaciones muy intensas, y uno puede estar dispuesto a exponer el propio cuerpo en orden a conseguirlas.
En el mundo de la sexualidad, toda acción en la que se pone en juego el cuerpo constituye un acto de entrega y de recepción. Entrega del propio cuerpo, y recepción del ajeno. Se trata de un intercambio que puede darse de manera gradual a distintos niveles, y que encuentra su máxima expresión en una relación sexual. Lo importante es que estos actos no involucran sólo al cuerpo, sino que comprometen a toda la persona. Al entregar el cuerpo, uno entrega lo mejor que tiene: se entrega a sí mismo. Y cuando el centro de dicha entrega está puesto en el placer, quien se entrega no es recibido y valorado en cuanto persona —con toda la riqueza de su mundo interior—, sino sólo en cuanto cuerpo. No se da un regalo para que, quien lo reciba, se quede sólo con la caja. El amor a uno mismo exige que, al poner en juego el cuerpo, se levante la pregunta: “¿a quién le entrego lo mejor que tengo?”
Para profundizar en lo relativo a las relaciones sexuales, se puede leer Amor y relaciones sexuales y ¿Para qué esperar?
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