¿Pertenecer? Es una palabra que, cuando hablamos de amor, puede sonar arcaica e instrumental, hasta con cierto aire de utilitarismo. Sin duda estas ideas son la antítesis del amor cristiano. De hecho, en Amor y Responsabilidad, K. Wojtyła critica toda forma de utilitarismo bajo el verbo “usar”, contraponiéndolo a “amar”. Podríamos terminar el discurso aquí, de no ser que el mismo Papa Juan Pablo II en sus Catequesis sobre la redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio (1979-1984), más conocidas como “Teología del Cuerpo”, se dedica en varias ocasiones a explicar qué significa la pertenencia mutua de los esposos, a la luz del lenguaje amoroso tanto del Cantar de los Cantares como de Efesios 5.
El Papa polaco se aleja con claridad de las posturas utilitaristas, explicando el peculiar sentido que cobran las palabras “mío”, “mía”, en un contexto a su vez distintivo. Cuando decimos sencillamente “mi esposa”, “mi esposo”, estamos expresando verbalmente una realidad física y metafísica: un “yo” particular es mío de alguna manera. No para un uso arbitrario, sino para rendir honor a una confianza divina: la de llevar a la santidad a aquella persona que me fue confiada en el sacramento del matrimonio. Lo explicaremos a continuación.
Entrega mutua, plenitud del amor
Para comenzar, hablamos de la pertenencia física que se da en el amor. Los enamorados buscan manifestar una cierta posesión mediante signos físicos como el abrazo o la toma de manos. Están demostrando, aún a nivel inconsciente, que son uno del otro. Mediante el beso que se dan de forma exclusiva uno al otro, los novios señalan que su cuerpo busca poseer la persona del otro a través de este gesto. Los esposos, cuando se unen en el acto conyugal, también recrean el mismo sentido, pero de modo pleno: una exclusividad en la donación.
Mediante la mutua entrega de los cuerpos se realiza también la entrega de las almas, porque la pertenencia recíproca se da en todas las dimensiones de la persona. Comprendemos entonces que, cuando los novios frente al altar dan el tan ansiado “sí” para siempre, están entregando el uno al otro su vida entera. Esto quiere decir que la vida de mi esposo o mi esposa me pertenece, en tanto que Dios y él me la entregaron. ¿Para qué los cónyuges se entregan la vida? Para asumir juntos un camino de comunión de personas que los lleva a la plenitud de una vida buena y feliz en Cristo.
Donación y reciprocidad
Sin embargo, la pertenencia recíproca no dice tanto “de” más de lo que pronuncia un “para”. En otras palabras, la pertenencia no se trata de una esclavitud sino de una donación. Es una acción libre de la persona. De hecho, en ninguno de los casos anteriores observamos un rendimiento de la voluntad o un vasallaje moderno, como pueden objetar las actuales ideologías de la falsa libertad, sino una voluntad acérrima de unirse al otro mediante un don sincero de uno mismo.
El Papa subraya la interpretación análoga de los posesivos en el “eterno lenguaje del amor humano”, los cuales “indican la reciprocidad de la donación, expresan el equilibrio del don [...] en el cual se instaura la recíproca comunión de personas”. Es decir: no comprenden un cuerpo útil, sino una persona ante la cual decido donarme, darme completamente esperando, a su vez, que el otro se me dé de la misma manera. En esto estriba la reciprocidad de la donación como base del amor, expresado en las palabras communio personarum.
A su vez, esta reciprocidad indica el “equilibrio del don”, que implica tanto “dar” como “recibir”. Ciertamente es importante aprender a darse como don al otro, pero también lo es saber recibir al otro como don, amándolo tal y como es.
El otro como objeto de nuestra concupiscencia
Empero, cabe recordar la advertencia que nos deja Juan Pablo II: la concupiscencia que acecha a todo hombre y mujer a raíz del pecado original quita a la recíproca pertenencia la dimensión que es propia de la analogía personal. De este modo, hace del otro un objeto a poseer y del cual gozar. Si continuamos nuestra reflexión siguiendo la línea del sociólogo Z. Bauman, llegaríamos a afirmar, si nuestra inteligencia y nuestro corazón se dejan nublar por la concupiscencia, la persona amada corre el riesgo de convertirse a nuestros ojos en un futuro desecho luego del disfrute deseado.
¡Qué gran peligro! Que el otro no sea otro, sino un objeto sobre el cual depositemos un deseo cuya satisfacción da el sentido último a su existencia. El otro terminaría siendo, inclusive, menos que una cosa: sería tan sólo la proyección de un deseo, y su valor dependería de la fuerza de este.
Dinámica de la cosificación
Pero, ¿es posible que el otro termine siendo una cosa? Evidentemente, no. El realismo lo cerciora en cada experiencia: las cosas siguen existiendo fuera de mi pensamiento. Aun así, comprendemos que algunos se dejan abatir por el peso del deseo del otro, comprendiéndose, lamentablemente como cosas. ¿Dónde radica, pues, la realidad de esta inanición que reduce la consciencia del propio “yo” al estado de “cosa”?
La realidad de esta situación existe en las intenciones de los sujetos. Por más que uno esté sometido al otro, existe una sumisión peor aún: la del pecado y la ignorancia. Aquel que busca predominar sobre el otro está siendo sometido por su misma ignorancia. Sin lugar a dudas, ambas situaciones son dolorosas, y demuestran el problema de una pertenencia que no corresponde al lenguaje del amor verdadero. Esta situación prolifera en ambientes que cosifican al cuerpo, haciendo del mismo “«terreno» de apropiación de la otra persona”.
El Cantar de los Cantares
Volviendo a la correcta interpretación del significado de las palabras “mío”, “mía”, notamos que el Cantar de los Cantares nos abre una gran puerta. La honestidad y poética del libro señalan que existe un ambiente en el cual aquellos posesivos cobran su verdadero valor. El Papa lo refiere en parte, al sentirse como “hermanos”. La analogía refiere a un espacio que “les permite vivir con seguridad la recíproca cercanía y manifestarla”. Esto se da exclusivamente en el matrimonio, en el que los esposos se entregan el uno al otro en un marco sagrado de libertad, totalidad, fecundidad y fidelidad. Ellos saben que el amor que se dan proviene del mismo corazón de Cristo, que con su Gracia redime las debilidades humanas.
La relación es el ambiente
Es importante, a su vez, comprender que dicho ambiente no es prexistente, ni un espacio distinto a ellos. Ellos, de hecho, «son» el ambiente. Por este motivo, frases como “se terminó el amor”, “se apagó la chispa”, etcétera, no son más que falsas afirmaciones que buscan relegar la responsabilidad del matrimonio a un ente creado por ellos y que lleva el nombre de “relación”. “La relación se murió”, “la relación no está bien”. Parece que se tratara de un tipo de filiación extraña. ¿Quién es “la relación”? Nadie.
Tenemos que tomar consciencia de que no se trata de una relación como de una diosa (¿Afrodita?), sino que son “personas que se relacionan”. No es el ambiente propicio, sino la conformación del mismo como el entretejido de acciones cotidianas que relacionan a los esposos, como un entramado en el cual los hilos sostienen otros hilos. Solamente aquí los esposos viven una reciprocidad sana y adecuada a su verdadera vocación a la santidad conyugal, según el goce del amor verdadero, el único que los plenifica de verdad.
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Entonces, ¿por qué es tan importante la mutua pertenencia? El Santo Padre polaco afirma que sólo en ésta “el amor se revela «fuerte como la muerte», esto es, se remonta hasta los últimos límites del lenguaje del cuerpo, para superarlos”. Es realmente necesario recuperar la consciencia de esta pertenencia recíproca dentro del matrimonio para que pueda vivirse un amor verdadero. Los esposos, que se pertenecen a sí mismos porque primero pertenecen a Cristo, vencerán la muerte que se manifiesta en el pecado que los acecha a cada momento, intentando que pertenezcan a otras realidades ajenas y contrarias a su matrimonio. De este modo podrán exclamar, como los amados del Cantar de los Cantares: “Grábame como un sello sobre tu corazón, que es fuerte el amor como la muerte, implacable como el Seol la pasión, sus llamas son llamas de Dios. No pueden los torrentes apagar el amor, ni los ríos anegarlo” (Cant 1, 6-8).
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