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Foto del escritorEva Corujo

No somos perfectos



En anteriores artículos, he venido hablando de lo que es una relación sexual plena, de cómo debería ser el sexo en el matrimonio, de la felicidad que da una entrega total… Todo ello es muy estimulante y nos atrae enormemente. ¿Por qué? Porque es bello, más aún: ¡es perfecto! Sin embargo, quizá por eso es fácil caer en la tentación de considerarlo imposible o inalcanzable, ya sea porque no se ha llegado a experimentarlo así, ya sea porque, aun habiéndolo hecho, resulte arduo vivirlo.

¿Por qué pasa esto? ¿Por qué parece que la belleza del amor humano se nos escapa, como si no fuese para nosotros? Sencillamente, porque no somos perfectos —y es bueno recordar que, en esta vida, nunca lo seremos—. Ello no puede impedir que sigamos deseando la verdadera belleza y luchando por ella.


Como águilas encerradas


No podemos negar que todos tenemos defectos, y que fácilmente caemos en la tentación, del tipo que sea. Pero en concreto me refiero ahora a esas trampas que se presentan en la vida conyugal: buscar únicamente el propio placer, llegar al orgasmo sin pensar en el otro, no cuidarle como se merece, no dedicarle tiempo generosamente, mirar sus defectos y compararle incluso con otras personas que nos los tienen —al menos, esos defectos: tendrán los suyos—. Y un largo etcétera de esas pequeñas cosas que van minando el amor, y hacen que perdamos de vista la felicidad que nos merecemos y que, de pronto, se nos muestra inalcanzable.


¿Cuántas veces te ha resultado difícil la abstinencia de relaciones sexuales cuando no convenía tenerlas? ¿Cómo lo has llevado, mal o bien? ¿Cuántas veces has hecho el amor sin apetencia, pero sabiendo que tu cónyuge necesitaba esa unión? ¿Cuántas veces te has parado a pensar en si podéis mejorar el trato mutuo, hacerlo más agradable, de forma que el otro se sienta realmente querido? Son preguntas que me hago a mí misma también.


Cuando nos conformamos con nuestra mediocridad, nos convertimos en águilas que, estando encerradas en un corral, miran cómo sus compañeras vuelan junto al sol, y se sienten gallinas, paralizadas ante la belleza del vuelo. San Juan Pablo II lo comparaba con subir una cumbre, y decía que, lejos de pretender rebajar la montaña, el amor misericordioso de Cristo nos ayuda a subirla.


Necesitamos el amor de Dios

Es una realidad que todos tenemos nuestras cruces. Pero también es cierto que, en ese camino, nos encontramos con la misericordia de Dios. Decía San Pablo: “Cuando soy débil, soy fuerte” (2 Co 12,10), porque no confiamos en nuestras propias fuerzas, sino en la gracia de Dios. Confiamos en Él. No hacerlo sería tirar la toalla, rechazar cualquier ayuda por creernos poca cosa e incapaces de luchar. No hacerlo es rechazar la belleza del amor humano, es ser águilas encerradas en un corral, es mirar la cumbre desde el valle, en vez de disfrutar las vistas que ofrece la cima.

Cuando en el matrimonio o en el noviazgo lo hacemos mal, esto es, cuando dejamos de mirar al otro para mirarnos a nosotros mismos, no pasa nada por pedir perdón, por reconocernos débiles y pedir ayuda a través de los sacramentos —Eucaristía y Perdón—. Necesitamos, aunque tantas veces no seamos conscientes de ello, dejarnos querer por Dios, quien nos renueva el corazón. Necesitamos también la oración diaria con Él, porque es lo que nos hace ver dónde estamos y por dónde tenemos que ir. También en esa montaña encontraremos muchas flores, fruto de ese sentirnos pequeños y necesitados: la paciencia, la dulzura, la comprensión, la generosidad… Y aprenderemos a arrancar las malas hierbas llamadas pereza, vanidad, egoísmo, desorden, sensualidad…

La subida no es fácil, pero tenemos todos los días para entrenar. “La conversión implica una lucha gozosa, deportiva, optimista: es libertad que se compromete, amor en acción. Está hecha de pequeñas resoluciones cotidianas, de victorias y derrotas, de comienzos y recomienzos”, decía Stephan Seminck, en su libro Si tú me dices “ven”.

* * *


Cuanto más arriba estemos, más conscientes seremos de la grandeza que vivimos. Entonces, no querremos bajar y, si nos caemos, nos levantaremos y volveremos a subir las veces que hagan falta. Y nos ayudaremos mutuamente, porque si mi cónyuge sube, eso me ayuda a subir, y al revés. Recordemos que no es tanto buscar la perfección en el orden de las cosas, sino tener nuestras cosas, nuestra realidad, en el orden del amor. Así reconocemos la belleza, que antes nos parecía inalcanzable, como algo que realmente nos pertenece y nos identifica.

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