¿Traer hijos al mundo es algo malo? Ciertamente, no lo es. Entonces, ¿por qué siempre se escuchan y perciben críticas cuando los matrimonios tienen hijos o buscan tenerlos? “Qué irresponsables”, “Y ahora, ¿cómo los cuidarán?”, “Seguro ya no tendrán tiempo para sí”… Estas son algunas de las frases que suelen escucharse. Luis me conoció con mi primera hija. Cuando nos casamos, nació mi segunda hija. Ahora, ya con casi cuatro años de casados, esperamos al tercero. En estos tiempos, para muchos la llegada de los hijos puede ser vista como una irresponsabilidad por parte de los padres. Con mi esposo Luis hemos querido reflexionar sobre las razones para traer hijos al mundo.
Como matrimonio, creemos que la paternidad responsable ha sido desvirtuada: se le ha dado un enfoque meramente acotado a la cantidad de hijos por familia, al costo de vida que conllevan, a si su llegada es compatible con los sueños y metas de los padres y a qué tan deseados han sido. Ciertamente, esta idea de responsabilidad está puesta en función a la dotación material de los padres, ya sea respecto de su capacidad monetaria o de los títulos acumulados. Y no en función a la generosidad y al sacrificio que sobresalen de todo padre y madre empeñados a criar.
Para reflexionar sobre este tema, desarrollaremos en los siguientes cinco puntos las razones por las cuales sostenemos que concebir y traer vida al mundo conlleva para los matrimonios más bien que mal.
El diseño natural de la mujer
La primera razón por la que traemos hijos al mundo es porque podemos: para eso fuimos diseñados y por tanto es bueno desde su origen. Sí, tan básico como eso. Pero profundicemos.
La mujer tiene un diseño natural cíclico, que integra a todo su ser. Sus dimensiones física, psicológica y espiritual se relacionan con él. Los cambios hormonales que vivimos en cada ciclo tienen una finalidad específica y favorable para la mujer. Por ejemplo, las hormonas como el estrógeno y la progesterona, bajo una producción adecuada, pueden ayudar a levantarnos el ánimo cuando estamos decaídas, a enfrentar nuestro agotamiento físico, a absorber apropiadamente los nutrientes, y, entre otras cosas, nos mantienen saludables.
Lo destacable de aquel diseño es que su ciclicidad gira alrededor de un fin, el cual es la posibilidad de procrear y albergar nuevas vidas. He ahí su majestuosidad. Se nos fue dado el regalo de la fertilidad bajo una temporalidad. La mujer es fértil solo unos días en cada ciclo, y por un periodo de años, desde la primera menstruación (menarca) hasta la menopausia. Es decir: somos fértiles por un tiempo determinado, y esto lo podemos conocer gracias a biomarcadores que evidencian cada etapa del ciclo.
Las dimensiones del ser de la mujer se ordenan hacia la preparación para cobijar vida. Es tal aquel ordenamiento que, cuando la procreación no se concreta, el ciclo se renueva y empieza de nuevo su proceso de preparación para concebir. Es un diseño tan cauteloso y preciso que, al alterarlo, evidentemente se puede vulnerar la creación de una nueva vida y afectar la salud reproductiva frágil de la mujer. Cuando se busca forzar o violentar los ciclos de un diseño natural, las consecuencias pueden ser muy dañinas. De ahí la importancia de respetar ese diseño natural con el cual fuimos creadas, admirarlo, conocerlo y promoverlo, y no considerarlo como un estorbo o una maldición enviada por lo divino.
La misión del matrimonio
La segunda razón es que como matrimonio tenemos la misión de acoplar nuestros planes a los de Dios. Muchas veces nuestros planes y proyectos no suceden como los esperamos. Pero recordemos que todo tiene una razón de ser, y que los sucesos no programados pueden conformar una ventana de oportunidad para volvernos mejores personas y esposos. Al momento de casarnos, entendimos que uno de los pilares del matrimonio es la apertura generosa a la vida, lo que para muchos matrimonios suele confundirse con únicamente llenarse de cuanto hijo les fuera posible, a como dé lugar. Sin embargo, esta noción de generosidad con la vida está orientada a la disposición de los esposos a servir fielmente al dador de esas vidas, no atribuyéndose como árbitros y prejuzgando, sino salvaguardando y administrando lo que les fue conferido.
En atención a dicho servicio y responsabilidad conyugal, debemos señalar el medio por el que se conduce el proceso procreador. El acto conyugal fue constituido siempre con la posibilidad de dar vida. Por ende, no puede ser sustituido o truncado para no cumplir su finalidad. Aquí hablamos de la dimensión unitiva y procreativa del acto conyugal, dos caras de la misma moneda.
Las parejas de hoy en día buscan apropiarse del rol rector de las vidas. Esto ocasiona que por diversos medios se profane lo que es sagrado, y que no sea recibido como un don. Separar la dimensión procreativa de la unitiva inhibe el acto a un mero placer, y conlleva a cosificar a la persona. En cambio, preservar ambas dimensiones brinda al acto un verdadero sentido de amor recíproco e incondicional.
La paternidad responsable
Nuestra tercera razón es que asumimos la responsabilidad de ser padres en armonía con esa generosidad abierta a la vida. No concebimos que ser “responsables” tenga que ver con “tener pocos hijos para darles mucho”. Eso es justamente una visión comodista, materialista, egoísta y de poca fe. La “paternidad responsable” tiene que ver con el compromiso asumido por los padres de encaminar a los hijos a ser buenas personas, en conformidad con las capacidades propias de los padres.
Para un matrimonio realmente creyente, esta visión de paternidad puede tener mayor claridad cuando lo que nos importa es la salvación de nuestros hijos, y no la cantidad de obsequios, ropa, viajes y gastos que podamos incurrirles. Lo que un hijo realmente necesita es el afecto sano de los padres, su presencia, tiempo de calidad con ellos, y la comunión integradora de la familia. Dios no nos juzgará por el número de hijos que tengamos, pero sí por nuestra capacidad de amor, entrega y sacrificio para con ellos.
Sin embargo, es latente la pregunta que nos hacemos sobre cuánto es entonces la cantidad suficiente de hijos. Entre todos sus documentos referentes al tema, la Iglesia Católica hace mención a razones graves referidas al contexto social, a circunstancias económicas, y a limitaciones fisiológicas o psicologías, pero sin detallar específicamente una cantidad dentro de su legitimidad. Esto deja a discrecionalidad del matrimonio la proporcionalidad y la decisión final respecto de tener o no tener más hijos, respetando siempre los medios naturales y bajo una moral cristiana.
¿La Iglesia no tendría que decirnos el número de hijos que deberíamos tener? La Iglesia no nos va a decir el número exacto de hijos, del mismo modo que la Iglesia tampoco nos dice en qué escuela costosa matricular a nuestro hijo, ni a qué país llevarlo de viaje, ni en qué actividades deportivas o de diversión hacerlos participar. Lo que sí nos dice la Iglesia son los medios de salvación para la persona, con un horizonte hacia la eternidad.
El Papa Francisco ha dicho: “el simple hecho de tener muchos hijos no puede ser visto como una decisión irresponsable… No tener hijos es una elección egoísta”.
Un hijo siempre es un don
La cuarta razón es que un hijo siempre será bien recibido, incluso cuando las circunstancias son adversas. Un hijo no es menos valorado o menos digno por las condiciones en las que haya sido concebido o en las que haya nacido. Entonces, ¿por qué Dios envía hijos al mundo ante las muchas realidades desfavorables? Es una pregunta difícil de contestar, debido a que vivimos desde una óptica humana y mortal. Pero, como señalamos líneas arriba, debe ser por algo bueno y por un bien mayor. La verdad se encuentra en la inmensidad de la eternidad, y solo Dios sabe por qué permite que se logre la vida. Podemos confiadamente decir que siempre va a ser para una buena razón, y el matrimonio debería sentirse agradecido por eso. Sea la circunstancia que sea, un hijo siempre ayudará a la santificación y salvación del matrimonio. Incluso para los hermanos y familiares, tener un nuevo hijo brinda un hermano a los otros hijos, fomenta el compartir y la reciprocidad. La unión de los hermanos es para toda la vida, y qué decir de una vejez acompañada de tanta atención brindada por hijos que no abandonan al anciano.
De ser así, ¿por qué evitar la llegada de nuevas bendiciones? Las razones son diversas, pero la mayoría nos parecen muy egoístas, ya sea por la comodidad, por evitar el sacrificio de volver a empezar con una nueva crianza, o sencillamente por no querer asumir una nueva responsabilidad. Estas pueden ser razones legítimas, pero poco justas y generosas con el don de la fertilidad. Pocas veces escuchamos razones realmente justas y honestas. Entre estas pueden estar las claras limitaciones fisiológicas, como la infertilidad, alguna grave enfermedad, o problemas psiquiátricos. Así también, presenciamos coyunturas sociales y económicas que pueden ser factores relevantes para la decisión de espaciar a los hijos, y queda sujeto a la discrecionalidad de la pareja, siempre y cuando se enmarque al propósito del matrimonio, sus virtudes morales y su asociación con el don divino.
Podemos recurrir aquí a una cita de Kimberly Hahn: “Los hijos son únicamente y siempre una bendición. No son posesiones, ni lo que vamos a adquirir después del carro, la casa y el perro. No son un gasto extra en el presupuesto. Son un regalo que se nos ha dado gratuitamente. Los hijos no son lo siguiente en los planes, una vez que la pareja está bien establecida y puede «permitírselos». No son el próximo proyecto, una vez que la pareja ha conseguido arreglárselas con los cuidados que necesita el perro y se siente preparada para «un paso más». Los hijos no son algo que una pareja se merezca solo porque sean mejores que las demás personas. No son algo a lo que tengan derecho las personas si son buenas o ricas. No tienen valor porque se lo demos nosotros. Tienen valor en sí mismos porque son creados por Dios. ¡Son puro don!”.
La Divina Providencia
Como quinta razón, confiamos en Dios y en sus propósitos. No hay necesidad de engañarnos: un hijo más, por obvias razones, implicará más miedo, mayores recursos a invertir, menos tiempo para el ocio, más ajetreo, y tantas cosas más, que podría ahuyentar a cualquier pareja. Pero también significa mayor capacidad de amor, más aprendizaje, mayor necesidad de unión, y el ejercicio de capacidades y virtudes que uno no cree tener hasta desarrollarlas y aplicarlas. Para los que somos creyentes, tenemos un componente adicional: justamente, confiar en Dios para la provisión de aquellos recursos que nos hagan falta. Y no nos referimos única y necesariamente a recursos materiales.
El matrimonio fue diseñado para la salvación del hombre y de la sociedad. Un mundo controlado por el hombre aplicará estrictos controles de la natalidad, bajo los medios de alteración de la fertilidad humana. El problema del mundo —con la justificación de la escasez de recursos— no es la sobrepoblación, sino la falta de solidaridad con los que menos tienen y la injusta distribución de las riquezas. El diseño natural de Dios para la natalidad no puede ser una maldición para las familias y la sociedad.
Es así que la confianza en Dios es nuestra última razón para decirle sí a la vida. Dios sabe lo que permite y para qué lo permite. No nos juzgará por cuantos hijos tengamos, pero sí por nuestros actos honestos y por la fe depositada en su Providencia.
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Para concluir, recordemos ese salmo que dice: “Fui joven, ya soy viejo, nunca vi a un justo abandonado, ni a sus hijos pidiendo pan. A diario es compasivo y presta, a sus hijos les aguarda la bendición” (Sal 36, 25-26).
Deseamos que Dios proteja a los matrimonios y llene de valentía ante el miedo y el rechazo del don supremo de la vida.
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Adriana & Luis
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