Hacia el final de mi último artículo, en la reflexión que sumé a mi cuento “El regalo”, mencioné muy de pasada, de entre el corpus tradicional de películas navideñas, esa obra maestra que es Qué bello es vivir (1946, dirigida por Frank Capra y protagonizada por James Stewart y Donna Reed). A riesgo de resultar demasiado autorreferencial, reconozco que hablé de ella simplemente porque moría de ganas de volver a verla. Aprovechando que esta época es ideal, ya la vi. ¡Y cómo la disfruté! Apenas la terminé, me dije: “¡Tengo que escribir algo sobre esta peli para Ama Fuerte!”.
Claro: entre lo citado que está este clásico de Hollywood en mil series y películas, y la necesidad de no spoilear nada, se me hacía que podría resultar difícil referirme a ella sin hablar de aquello que da sentido a toda la trama, es decir, acerca del final. Porque no cabe duda de que, si por el lado de lo estético y de lo narrativo Qué bello es vivir resulta impecable, su mensaje también es, a las claras, de una grandeza encomiable.
Así las cosas, podría haber terminado el presente artículo sencillamente recomendándoles que vayan a ver esta maravilla, que es ideal para Año Nuevo y que les va a colmar el alma casi tanto como un buen reel del padre Cox. Pero no: lo genial de clásicos como este es que, como en una degustación de vinos, cada pequeño sorbo nos llena de sabor. Y hay una escena en particular —una escena que dura menos de tres minutos— que, aunque no hace explícitamente al corazón de la película, está llena de esos ricos detalles que, si miramos con ojos de contemplación, nos dejan pensando. Para aquellos que la hayan visto, me refiero —aunque podría haber elegido muchas otras— a la escena del concurso de charleston en el gimnasio del colegio.
La escena en sí
Apenas pasados los veinte minutos de película, se nos muestra cómo el protagonista, George Bailey (James Stewart) —quien ha demostrado tener una bondad acompañada de prudencia, un gran don de gentes, y un ánimo generoso y respetuoso— asiste a la fiesta de graduación de su hermano menor, en el gimnasio de su colegio. Allí, se encuentra con Mary, y es amor a primera vista, apenas empiezan a bailar. Así es como los encuentra el concurso de charleston: encandilados, e intentando quedar bien con el otro y lucir cada uno su mejor perfil.
Mientras ellos se divierten entre galanteos y pasos absurdos, al loco ritmo de la música de los años locos, Freddie, quien había estado bailando antes con Mary, mira con odio hacia George. Entonces, un amigo le revela un plan maestro: debajo de donde baila la reciente pareja, se abre el piso del gimnasio, para revelar una pileta olímpica. Lleno de celos, Freddie acciona la palanca que abre el piso, y se desata un pandemonio. Algunos huyen apabullados, muchos siguen bailando sin notarlo. A este último grupo pertenecen Mary y George. “¡Nos aplauden! ¡Debemos ser buenos!”, exclama George, confundiendo por aplausos los gritos de pánico de quienes los rodean. Bailando hacia adelante y hacia atrás, George y Mary terminan por llegar al borde del piso, y caen a la pileta que estaba debajo.
¿Qué hacen, entonces? Siguen bailando, vitoreados por el resto, y lo hacen con tal estilo que todos —¡incluso Freddie y su amigo!— se suman a la fiesta, lanzándose al agua. El último en hacerlo antes de que cierre la escena es ni más ni menos que el director del colegio, quien, tras fingir imponer el orden con un ademán, se arroja de clavado a la piscina.
¿Cuáles son, entonces, las tres enseñanzas que nos deja esta escena? Vamos allá.
#1 En caso de emergencia, siga bailando
Cuando los protagonistas caen a la piscina, el don de gentes del joven George y la seguridad con que Mary lo sigue parecen sorprenderlos incluso a ellos mismos. Así, no permiten que esto consiga aguarles la fiesta, sino todo lo contrario: George despliega su carisma en un baile encantadoramente exagerado, y Mary —con su elaboradísimo peinado y su arreglado vestido estropeados por el agua— luce una sonrisa que revela que está pasando uno de los mejores momentos de su vida.
Recordemos que los gritos de alrededor les avisaban que tuvieran cuidado, pero ellos no escucharon. ¿Por qué? Porque, en el fondo, sabían que nada podía arruinar esa felicidad. ¿Cuántas veces, cuando estábamos, quizás, a punto de casarnos, nos han dicho cosas como “Miren que en unos años esto no va a ser así…”? ¿Cuántas veces, cuando vimos a alguien tras nuestra luna de miel, han querido advertirnos: “Miren que esta etapa no dura para siempre…”? Y aún más: “Ya van a ver cuando tengan chicos, cuando tengan más gastos, cuando tengan…”.
Debo aclarar que esto no se dice siempre con mala intención: a veces, solo hay detrás de esas advertencias una preocupación genuina por los novios o recién casados, o una vocación natural por el realismo más prosaico. Pero es cierto que, en ese momento, no suele resultar muy constructivo.
Ahora bien, encandilados por el baile del amor, quizás no notamos el hueco en el piso que se nos abre detrás. Quizás no prevemos la aparición de aquellas cosas que, según quienes nos advertían, podrían arruinarnos la noche de graduación, es decir, acabar con nuestro amor. Tomados de la mano a un ritmo a veces algo loco, nos vemos de pronto inmersos en una piscina anunciada por otros, pero inesperada para nosotros: el paso del tiempo, los chicos, los gastos…
¿Qué hemos de hacer? Ante todo, seguir tomados de la mano. Seguir bailando. Que lo inesperado de verse envuelto en esas situaciones —situaciones que son, en verdad, pequeños hitos en el camino de nuestra vocación matrimonial, y que acarrean sentimientos y tomas de decisiones que el más precavido no puede ni sospechar— no nos haga perder la calma. ¿Somos exactamente los mismos que cuando nos casamos? No tanto: ahora estamos empapados hasta el alma, algo despeinados, y ciertamente sorprendidos. Pero eso no quita que seamos nosotros. Y nuestro modo de seguir bailando definirá cómo nos conduciremos en los avatares de la vida. Que sea juntos, y con una sonrisa.
#2 El bien es difusivo
Me resulta fascinante ver cómo, cuando los protagonistas siguen bailando, muchos, luego de aplaudir, se les empiezan a sumar. ¿No estamos cansados de ver esas representaciones del matrimonio como algo agobiante que, lejos de plenificarnos en su sentido de la entrega, aplasta las individualidades y nos absorbe la energía? Eso sería —¡imagínense!— la triste imagen de un George y una Mary empapados, rodeados de jóvenes que se burlan de ellos por haber caído a la piscina. Lógico: nadie se arrojaría a la pileta ante esa imagen, nadie seguiría ese ejemplo de matrimonio.
Por el contrario, cuando las pruebas del matrimonio son superadas con amor, cuando los esposos siguen juntos hacia adelante, danzando alegres, si bien algo grotescos, en su camino al Cielo…, ¿cuánto puede tardar para que otros se les unan? Hasta Freddie —en quien confluyen circunstancialmente dos estereotipos: el celoso, al mejor estilo Othello, y el burlador burlado— se alza de hombros y se suma.
El bien es difusivo, nos dice Santo Tomás: es sencillo comprobar empíricamente cómo, cuando un matrimonio es fuerte y se muestra fuerte frente a los embates de la vida cotidiana, su luz contagia, y reluce de distintos modos. En los hijos, en las amistades sinceras que llenan el hogar, en los proyectos compartidos…
#3 Hay que disfrutar las cosas buenas de la vida
Un último cuadro, que podría perfectamente ser una pintura de Norman Rockwell, nos propone dos actitudes frente a la vida. Cuando el viejo director se arroja de clavado a la piscina, en verdad no lo vemos meterse: se trata de un “fuera de cuadro” exquisito, que lo muestra arrojarse hacia la cámara, para revelar, sobre todo, la reacción de quienes estaban detrás.
Las que más me llaman la atención son las de un matrimonio mayor, que aparece a la izquierda del cuadro. Mientras que la señora se ve horrorizada, casi en pánico, por el accionar del director, el marido estalla en una gloriosa carcajada.
Y es que es así: por más que una visión posible de la vida sea la de tomarse a la tremenda los sucesos —agridulces, o grotescos, o dudosos, o incluso mínimamente desalineados respecto del statu quo—, Dios ha puesto muchas cosas, y muy buenas, en el mundo, para que las disfrutemos. Disfrutémoslas, pues, y juntos como matrimonio. Esto nos fortalecerá para las verdaderas tragedias, pues también sabemos que existen: entonces, el recuerdo de las carcajadas nos dará ánimos.
* * *
Como se darán cuenta, hay mucha, mucha tela para cortar en esta película. Nuestro comentario es acotado, y da para más. A modo de conclusión, no puedo dejar de recomendarles a todos que vean Qué bello es vivir, pues es un peliculón para ver más de una vez…, o incluso más de una vez al año. Encontrarán allí razones para vivir, diálogos rápidos y profundos, héroes cotidianos, momentos para atesorar la amistad y el amor, y una potente reflexión acerca de la oración.
Recordemos, por ahora, la importancia de seguir bailando juntos, la naturaleza difusiva del bien, y la alegría de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Todo lo que se hace por amor, en definitiva, no tiene límite. Así parece saberlo Mary, en uno de sus primeros diálogos con George:
George: ¿Qué es lo que deseas, Mary? ¿Qué deseas? ¿Quieres la luna? Tan solo dilo, y la enlazaré y la jalaré hacia abajo para ti. Oye…, ¡esa es una buena idea! Te daré la luna, Mary.
Mary: Acepto eso. ¿Y luego qué…?
“¿Luego qué?”, preguntémonos con Mary, en cada etapa de nuestro matrimonio. Porque amar nos lleva a siempre querer más para el otro, sin importar cuanto tiempo haya pasado… Después de todo, el destino es el Cielo.
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