Estamos acostumbrados, no solo en las películas y series, sino también en la realidad, a ver que “si me apetece/si el cuerpo me lo pide”, ¿por qué no se van a tener relaciones con alguien que te atrae, incluso sin conocer a esa persona? Parece que, si no lo haces, te estás perdiendo muchas cosas. O que eres un poco estrecho o miedoso. Pensemos un poco acerca de esto.
Pasar un buen rato con un desconocido
Recuerdo de joven que, en un bar de copas, una amiga me insistía en que podía acostarme con un chico francés que trataba de ligar conmigo. La razón de mi amiga —¡quizá no tan amiga!— era esta: “Pasarás un buen rato y, además, como es extranjero no volverás a verle”. En ese momento, di gracias por la educación recibida, por mi sensibilidad y por el miedo ante algo absolutamente desconocido con un ser absolutamente desconocido. De hecho, pensé: “¿Cómo es posible que la gente se acueste sin conocerse?”.
La espera en el noviazgo
Llevemos esta situación al noviazgo: ¿si nos queremos, podemos acostarnos? Ciertamente, se trata de algo tan habitual que aquellos novios que no tienen relaciones, no viajan juntos o no conviven son vistos en muchos ambientes como especies en extinción.
¿Por qué, entonces, unos novios deciden esperar a tener relaciones sexuales en el matrimonio? Mi primera recomendación es que no deben mantenerse en esa postura a la fuerza, de modo impositivo.
Por el contrario, tiene que ser una elección que surja de lo profundo del alma y del corazón. Una decisión de querer entregarse llegado el momento, en cuerpo y alma. Mientras, en esa espera, la inteligencia y la voluntad —junto con la intuición de querer vislumbrar un amor limpio, que pueda sostener una vida futura en común— mantienen firme esa decisión.
El noviazgo es tiempo de discernimiento, de conocerse, de aprender a mirarse a los ojos. Cuando el deseo sexual arrasa esa firmeza, dejamos de mirarnos a los ojos y perdemos la capacidad de valorar libremente si esa persona es la que podremos elegir para toda la vida.
El matrimonio: plenitud de la entrega
Cuando nos casamos, empieza la fiesta: manifestamos por fin, y de modo pleno, la promesa del “sí quiero”, con el cuerpo y con el alma. Al casarnos entregamos la persona que somos. Nuestro cuerpo pasa a ser del otro y viceversa, porque “somos cuerpo”. La entrega corporal se muestra de mil maneras. Y una de ellas, tan especial y propia del matrimonio, es la relación sexual: el cuerpo está mostrando que “te doy mi vida entera”. El “seréis una sola carne” tiene todo el sentido cuando existen un compromiso y una promesa de darlo todo, ¡antes no! Antes, seguramente, es solo un desencadenamiento de pasiones y afectos.
Cuando existe entrega plena conyugal, existe también apertura a la vida necesariamente: solo las relaciones sexuales en las que existe unión corporal, unión afectiva y unión espiritual responden a la verdad de la persona querida por Dios.
La verdadera fecundidad
De hecho, son esas relaciones las que transmitirán una fecundidad tan grande que tanto el marido como la mujer podrán incluso decir “esto es el cielo para nosotros”. La paz y la serenidad recaerá sobre sus vidas, se expandirán a otros y serán muy fecundos, teniendo más, menos o ningún hijo —valga recordarlo: los hijos son regalos que se nos dan—.
En el matrimonio, en muchas ocasiones, los cónyuges deciden que es mejor que no venga un hijo, por paternidad responsable: ellos desean seguir viviendo sus relaciones sexuales en plenitud, mantener el “seréis una sola carne” que ya han experimentado como una grandeza que les sobrepasa.
Entonces es cuando deciden recurrir a las relaciones en momentos infértiles para seguir cuidando la verdad del acto sexual. Para ello es necesario lograr un conocimiento de la fertilidad que les ayude a vivir los periodos de continencia con confianza mientras así lo decidan (recordemos también que el discernimiento de tener o no hijos se va actualizando y renovando según cada circunstancia conyugal que se viva). La espera de relaciones sexuales en determinados momentos también es entrega. Y, si bien la gracia sacramental llega a los esposos a través del una sola carne, también llega a través de la convivencia, de cuidarse y respetarse cada día.
Podemos resumir todo esto en aprender a vivir la castidad, la virtud de los que se aman y que viven su sexualidad con vistas a un bien superior. En el noviazgo la sexualidad se vive en forma de reserva, de espera, aun no es tiempo de la entrega corporal que supone el matrimonio. Los cónyuges también viven la castidad conyugal. Esta se expresa tanto en los momentos de espera como en los momentos de una relación sexual plena.
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Pedir ayuda para vivir con el cuerpo lo que deseamos con el corazón es tremendamente importante —a través de los sacramentos y de la oración—. Somos frágiles y requerimos de dosis enormes de gracia para responder a la llamada del Amor según la situación vital en que nos encontremos.
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