Si le pedimos a un corredor que escriba la editorial del anuario de natación, seguramente los nadadores protestarán, y con razón. ¿Cómo alguien que nunca ha nadado va a escribir sobre natación? Muy probablemente al corredor se le haga difícil captar lo esencial de la natación, pues nunca ha estado en el agua. Pero tal vez precisamente por eso pueda percibir algunas particularidades que sólo se ven desde la tierra, y que se diluyen cuando se pierde la condición de observador. Evidentemente, la editorial del corredor tendrá sus límites. Pero puede que el lugar de donde escriba le permita descubrir aspectos también valiosos. Y entonces, vale la pena darle una oportunidad. Pero bueno, el tema de este artículo no es la natación; y lo escribe un varón.
Dos peligros
Es casi un imperativo natural el solidarizarse con las mujeres que padecen violencia, así como condenar cualquier tipo de agresión cometida contra ellas. Es también absolutamente fundamental la promoción de una sociedad más justa, en la cual varones y mujeres tengan de partida las mismas oportunidades, y quede de lado cualquier tipo de discriminación. Si bien hoy somos muchos los varones y mujeres que trabajamos por la promoción de estos valores, hay quienes pretenden monopolizar la discusión. Tratan, pues, de imponer la idea de que uno sólo puede estar de acuerdo con la defensa y promoción de la mujer si acepta lo que ellos proponen, y no hay otra opción. Venden un paquete completo, el cual se tiene que comprar con todo lo que viene —como Windows, que siempre trae Solitario Spider—. El problema es que proponen ideas que, si bien a primera vista parecen promover a la mujer, a las finales, terminan siendo nocivas para ella. Y así, entrañan el peligro de destruir aquello que pretenden salvar. Me refiero a la perspectiva de género llevada hasta sus últimas consecuencias, y a la identificación sin más de la mujer con el varón.
Se suele recurrir al término “género” para hacer alusión a distintas iniciativas que buscan visibilizar a la mujer, especialmente en situaciones de particular vulnerabilidad. Así, se habla de estudios de género, equidad de género, violencia de género, etc. El problema es que la perspectiva de género es parte de una movida que, a las finales, lejos de visibilizar, termina diluyendo lo que implica ser mujer. En efecto, el género supone la superación de una mirada binaria de la sexualidad —varón-mujer—, reemplazándola por una concepción más bien fluida. El género es construcción, y cada quien se construye según se autopercibe. No queda claro cuántos géneros hay —algunos hablan de más de cien—. Lo que sí queda claro es que no son dos. Y entonces, la mujer, lejos de quedarse con el 50% del pastel, se queda con una tajada ínfima. En la fiesta del género, la mujer no es la reina de la noche, sino una más entre muchas —muchísimas— otras. Más aun, si algún nacido varón va a esa fiesta y dice que es mujer, comparte la tajada y el lugar de ésta.
¿Quién es mejor, la campeona mundial de tenis o la campeona mundial de golf? La realidad es que cada una es buena en lo suyo, y ponerlas a competir en uno de esos deportes haría que el talento y valor de una de ellas termine desperdiciándose. Algo parecido puede decirse de aquellas corrientes que pretenden equiparar en todo la mujer al varón. “Una mujer puede hacer todo lo que hace un varón, y puede hacerlo mejor”. Hay que tener cuidado con esta idea, porque precisamente el hecho de hablar de varón y mujer implica que son diferentes. Son iguales en dignidad y valor, pero son distintos en lo que hace a la identidad de cada uno. No quiero decir con esto que el lugar natural de la mujer sea la casa; y el del varón, la fábrica o la oficina. Lo que quiero decir es que en las actividades que encare la mujer no debe pretender ser igual al varón, sino precisamente ser mujer. Y así, dejar impresa en todo lo que haga una huella que manifieste la riqueza de su femineidad, que no es sinónimo de debilidad o de flaqueza. El pretender que haga lo mismo de la misma manera puede hacer que se termine perdiendo su propia identidad.
Ser mujer
Que una mujer prefiera el fútbol a las muñecas no la hace menos mujer. Que de niña no quiera jugar a la cocinita no hace que pierda en lo más mínimo su identidad. Que prefiera el pelo corto, los jeans y las camisas sueltas a la ropa entallada no la hace menos femenina. Sería un error pretender definir el ser mujer atendiendo sólo a consideraciones externas. El intento de captar lo esencial de la mujer requiere una mirada mucho más profunda.
Cada célula del cuerpo de una mujer la identifica como tal. Por eso, la femineidad no es algo que se pierde —o se adquiere— tomando hormonas o con una operación. Pero el ser humano es una unidad de cuerpo y alma, y ello nos obliga a ir más allá de lo físico —aunque sin prescindir de ello— en orden a buscar esta identidad. Es aquí donde aparecen rasgos y matices diversos, que uno puede encontrar en mayor o menor medida en distintas mujeres. Pero lo importante es aprender a valorar la diferencia. Que una mujer esté más en contacto con sus emociones no la hace menos fuerte. Que una mujer en ocasiones busque seguridad en su pareja no la hace menos independiente. Que una mujer tenga la necesidad de resolver sus problemas hablándolos no la hace menos profunda. Que una mujer valore más el proceso que el resultado no la hace menos efectiva.
Las comparaciones ayudan a identificar lo propio, pues los contrastes permiten ver con más claridad las diferencias. Un mundo exclusivamente de varones sería frío, demasiado práctico, extremadamente lógico; y por eso, poco humano. La mujer le aporta calidez, empatía, intuición; la mujer humaniza el mundo. Gracias a la mujer, el mundo no es sólo blanco y negro, sino que está lleno de matices y de color. Gracias a la mujer, el mundo no está sólo para ser comprendido y transformado, sino también para ser sentido. Si acaso el varón descubre un mundo pensado por un gran diseñador, la mujer permite ver que ese mundo es también amado por su Creador.
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