Qué hermoso es poder ver la vida con ilusión, con sueños y metas que nos llenen el corazón, y con expectativas concretas respecto de lo que queremos y esperamos. Sin embargo, muchas veces el deseo de amar y de ser amados, que late en lo más profundo de nuestro ser, nos lleva a apresurarnos frente a una persona, a proyectar nuestras idealizaciones sobre sus cualidades, y a imaginar —demasiado rápido— un futuro con ella. Por ello, aquí te presento 3 reglas que la experiencia me ha regalado frente a un corazón que se ilusiona muy rápido.
#1 Conoce primero, para sentir y decidir después
Aquí no se trata de invalidar tus sentimientos y emociones, o de reprimir tus afectos. Es necesario que nos apropiemos de lo que sentimos y experimentamos frente a los demás. Poder reconocer que alguien nos gusta, nos atrae y nos ilusiona es muy necesario a la hora de entablar relaciones sanas. Pero reconocer lo que sientes no significa actuar (e imaginar) basándose solamente en lo que sentimos: podemos reconocer que alguien nos gusta mucho y que quisiéramos estar con esa persona, y al mismo tiempo reconocer que es un sentimiento apresurado, y que no todo lo que siento es necesariamente bueno para mí. Recuerda que los sentimientos son cambiantes, y el sentir no es nunca la justificación suficiente para el actuar, y mucho menos para el “imaginar” una relación con alguien.
Como regla de oro, procura que tu objetivo sea siempre conocer lo mejor que puedas a la otra persona. Conocer sus virtudes y defectos, su proyecto de vida, sus sentimientos e intenciones por ti, su nivel de interés a medida que se van frecuentando… Y, sobre la base del conocimiento real del otro y de la situación, podrás decidir si tus sentimientos hacia él son un bien para tu vida, o una ocasión de renuncia por un bien mayor.
#2 Reconoce que todos tus deseos son verdaderos…, pero no siempre válidos
Ninguno de nosotros busca el mal, el dolor o el sufrimiento por sí mismo. Cuando sufrimos por nuestros errores y equivocaciones, lo hacemos porque siempre estamos buscando bienes, pero los buscamos de la forma equivocada. Cuando hablamos de nuestros deseos, debemos reconocer que todo lo que deseamos es bueno en sí mismo: deseamos el amor, la felicidad, el placer, la plenitud, la totalidad, la belleza… Pero el pecado nos engaña para que busquemos todo esto en los lugares (y personas) equivocadas.
Por ello, es de gran ayuda para nuestra madurez afectiva, emocional y espiritual asumir todos nuestros deseos y ponerles nombre. Y también reconocer que no siempre están llamados a ser satisfechos como queremos. Hay deseos que no son válidos, en la medida en que no contribuyen a nuestro mayor bien, o en la medida en que nos esclavizan a situaciones, personas o sentimientos. Así que, en estos casos, ejercitarte en tu capacidad de renuncia te evitará apresurarte en adentrarte a ilusiones irreales, que terminarán causándote mucho sufrimiento.
#3 La idealización del otro es un mal negocio
Generalmente nos ilusionamos con la idea que construimos de los demás, y nos desilusionamos cuando nos enfrentamos a lo que son en realidad. Es fundamental que te conozcas a ti mismo: qué cualidades valoras en una persona, qué tipo de relación sueñas construir, cuáles son tus modelos a seguir, qué tipo de relaciones has tenido en el pasado, cuáles son tus debilidades frente a otros… Esto te permitirá reconocer las cualidades que tiendes a idealizar y a proyectar en los demás, pero que realmente no les pertenecen —porque vienen de ti…, ¡no de ellos!—.
Asume a las personas como son, no como quisieras que fueran, y asume tus relaciones como son, no como esperas que sean. Esto no te garantizará relaciones, amistades o noviazgos perfectos, pero si te dará experiencias reales. Recuerda que, entre más te abras a la realidad de una situación, menos frustraciones tendrás al no ver satisfechas tus expectativas irreales. Constituye un acto de extrema grandeza interior renunciar a las ilusiones que sabemos que terminarán en desilusión.
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¡Espero que estas reglas te sirvan! Úsalas: es un acto de amor, de responsabilidad y de cuidado con nosotros mismos ponerles una sana pausa a nuestros sentimientos. ¿Para qué? Para permitirnos conocer realmente al otro, y para permitir también que la relación cumpla sus tiempos, sus ciclos y sus espacios.
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