Nuestro querido Karol Wojtyla, quien sería luego el Papa Juan Pablo II, solía insistir sobre la necesidad de enseñar a los jóvenes a amar. Lo hacía con conocimiento de causa, ya que pasaba largas jornadas en las montañas de Polonia conversando con ellos. Él sabía con claridad que la principal preocupación que los aquejaba era el tema del amor. Seguramente esta fue una de las inspiraciones que tuvo para dedicar gran parte de su vida a escribir sobre el asunto del amor humano, tan trascendental y fundante en la vida del hombre. Fue un inmenso legado, un tesoro que este santo dejó a la Iglesia.
Varias décadas después, vemos cómo la inmensa mayoría de jóvenes desperdicia su vida en numerosas relaciones vacías, que sólo los predisponen a repetir la historia una y otra vez. Se trata de la incapacidad aprendida de amar, descripta en extenso por Zygmunt Bauman. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Acaso no estamos en el tiempo en que más se habla sobre “educación sexual”? La respuesta está en la perspectiva desde la cual se hable. Si lo hiciéramos considerando que educamos para el amor a lo largo de toda la vida y de modo trasversal a toda la persona, los resultados serían distintos. Aquí mencionamos algunos puntos a tener en cuenta acerca de una verdadera educación para el amor.
Debe ser integral
Cuando hablamos ya sea de educación sexual o de educación para el amor, tiene que ser desde una perspectiva integral. La persona es una integridad de varias dimensiones: corporal, mental, emocional, social, espiritual. Juan Pablo II bien decía que la sexualidad es constitutiva de la persona. Es decir: no es un elemento más de su cuerpo, sino que la conforma de modo transversal en todos sus aspectos. Es por este motivo que una verdadera educación sexual debe tener en cuenta todas las dimensiones. Si se llegara a descuidar alguna, sería incompleta e ineficiente.
Lo más habitual en la actualidad es que la instrucción sobre este tema se reduzca solamente a la dimensión genital, centrándose en lo que implica una relación sexual, en el placer y en los medios contraceptivos. Esta perspectiva tiene de fondo una idea errónea, basada en la sexualidad como sinónimo de genitalidad. También se ve al cuerpo como un instrumento para satisfacer los deseos de la persona y para obtener placer. Por este motivo, la sexualidad es entendida simplemente como algo que sirve para obtener gratificación física. En cambio, la educación desde la integralidad se fundamenta en la concepción del cuerpo como persona, es decir, el cuerpo es persona, no como algo que se posee. A su vez, la integralidad considera que la sexualidad es un don que reciben el varón y la mujer para amar al otro y donarle la vida.
Es educar la afectividad y la voluntad
Para poder amar, lo primero es poder identificar y comprender nuestra afectividad, lo que sucede con nuestros sentimientos. Puede parecer algo obvio que alguien sepa lo que siente, pero en lo concreto no es tan así. Las estadísticas y la realidad demuestran que hoy la mayoría de los niños y jóvenes tiene un analfabetismo afectivo sin precedentes. No saben qué sienten ni pueden expresarlo con palabras. Tampoco están entrenados para dar un cauce correcto a esos sentimientos. Simplemente sienten.
Los sentimientos tienen un papel importante en el amor, y por ello es necesario identificarlos y diferenciarlos entre sí. Esto sólo es posible cuando alguien anteriormente validó nuestros propios sentimientos. Además de trabajar la afectividad, es fundamental forjar una voluntad fuerte. Amar no consiste únicamente en tener sentimientos más o menos intensos. Es importante también trabajar los afectos para que Estos sean usados para amar, o sea, para buscar el bien del amado, y no para usar al otro, como explica Karol Wojtyła en Amor y Responsabilidad. Porque también puede suceder que utilicemos a alguien no sólo por su cuerpo, sino también por el bienestar emocional que nos proporciona.
Además, amar es una decisión que implica nuestra voluntad. Nosotros amamos porque decidimos hacerlo: lo sentimos, y decidimos encausar ese sentimiento en una actitud que vuelva nuestra acción perdurable en el tiempo. Educar la voluntad para amar es prepararnos para seguir amando incluso cuando el sentimiento se ausente. De este modo, nos libramos de ser como pequeñas hojas que van donde las lleva el viento de las emociones, para pasar a ser verdaderos capitanes de nuestro barco, que navega hacia un destino común.
Por otra parte, educar la voluntad conlleva también la perseverancia en las virtudes; entre ellas, en la castidad, sumamente importante para poder amar. La castidad nos posibilita ser capaces de orientar las fuerzas del amor hacia una verdadera donación total de uno mismo. Con una voluntad fuerte y con el auxilio de la Gracia, podemos orientar el impulso sexual hacia la entrega verdadera y hacia el amor. Sucede así porque, justamente, sabemos que el impulso sexual en la persona no es una fuerza instintiva que la determina en sus actos, sino que poseemos la libertad que nos dio Dios y la voluntad, para poder sobreponernos a ese impulso y llevarlo hacia el bien del amado.
Comienza con el nacimiento
Como nos recuerda Juan Pablo II en el punto 10 de Redemptor Hominis, el hombre permanece para sí mismo un ser incomprensible, si no se encuentra con el amor. En otras palabras, somos capaces de amar, en la medida en que hayamos recibido amor previamente. En este sentido, la familia se constituye como lugar primario en la experiencia del amor, siendo una verdadera cuna del amor. Este nace en la familia porque es el primer ámbito en el que la persona es amada por sí misma, al ser recibida gratuitamente como un don. Es amada sólo por el hecho de existir, y se la acoge en su particularidad.
Este acto primero de amor es fundamental para crear capacidad de donar amor a las demás personas. En la misión humanizadora de la persona, el amor es la piedra fundamental. El hijo es visto como don amoroso de Dios Padre, que merece ser acogido y amado en su particularidad, expresión del amor que Dios mismo le tiene. En su figura se ve, ante todo, a un hijo de Dios con una dignidad y libertad únicas e inviolables. Cuando los esposos tienen esta visión del hijo, la vida de este ya es amada y esperada, incluso antes de su concepción. El hijo es amado por sí mismo cuando su vida es acogida y respetada como un valor supremo más importante que las situaciones particulares y económicas, su sexo o su estado de salud. Cuando el amor por su vida es superior a todos los factores que la rodean, el hijo ya percibe desde dentro del vientre materno que es amado y valorado.
El primer acercamiento al amor se produce durante la vida intrauterina, cuando, como han demostrado estudios científicos, el bebé ya es capaz de percibir los gestos cariñosos que sus padres tienen hacia él. Apenas nace, hace experiencia viva del amor en el contacto permanente con su madre. Se siente especialmente amado cuando ella satisface continuamente sus necesidades de comunicación, contacto y alimentación.
Esto nos indica que la persona comienza a desarrollar su capacidad de amar en los primeros instantes de vida, al sentirse amado y acogido en brazos, mirado y nutrido con el calor y el afecto. A través de estas acciones fundamentales, el hijo comprende que su existencia es importante para alguien, que vale la pena vivir y que su vida tiene sentido.
Estas últimas son condiciones necesarias para desarrollar la capacidad de amar, porque le donan humanidad al hijo en todo su sentido, lo perfeccionan en su ser hombre, en su ser persona. Le hacen sentir que ha venido a un mundo en el cual puede confiar, en el cual va a ser atendido y tenido en cuenta. Qué importante es considerar a los bebés como personas, con una emocionalidad en pleno desarrollo, similar a una arcilla blanda en la cual cada acción dejará una huella imborrable.
Y en este sentido nos ilumina la frase de Michel Odent, defensor de los nacimientos fisiológicos, quien afirma que para cambiar el mundo hay que mejorar el modo en que llegamos a él. Comprender que el hijo recién nacido tiene necesidades primarias que van más allá del alimento y el vestido, como la necesidad de comunicación y de contacto afectuoso permanente con la madre, es el primer paso de la tarea humanizadora de los padres.
Y, a medida que el bebé crece, va experimentando el amor en familia y va siendo educado para este de diversos modos según las particularidades de cada etapa de la vida. A propósito Karol Wojtyła comenta, en su artículo Amor y responsabilidad: “La responsabilidad por la persona debe constituir un objeto particular de la educación familiar y social”, y añade que esta educación por la responsabilidad implica justamente una educación del amor. En el caso de la familia, la principal vía de formación de la persona continúa siendo el testimonio concreto del amor vivido en el hogar.
La educación a la afectividad es responsabilidad primera de los padres. ¿Cómo se da esto? Cuando se ayuda a los niños a comprender sus emociones y a regularlas con afecto y contención, cuando se los comprende y ayuda en sus fatigas cotidianas, cuando se los reconoce por logros y metas alcanzadas, que los llenan de orgullo, cuando se les enseña a ser respetuosos con los demás. Un niño que es amado y contenido va a ser un adulto centrado y con una vida afectiva sana. Si en la infancia hay carencia de afecto y de presencia de los padres, eso que falta se buscará de modo desesperado en cualquier cosa o en una relación enfermiza.
También es fundamental la presencia de límites: las reglas claras y respetadas, para que los pequeños comprendan desde una temprana edad que hay acciones que son buenas, y acciones que son malas y lastiman a los otros y a ellos mismos. Esto forja el carácter de los chicos y les ayuda a tener en el futuro una voluntad fuerte, que busque el bien verdadero.
Se basa en información veraz
Este punto puede resultar obvio, pero lamentablemente no lo es. Desde diversas organizaciones internacionales y desde los Estados se dicta actualmente una educación sexual sumamente reducida a lo genital y basada en información falsa y mentiras. Grandes ejemplos son la ideología de género y el aborto, que lograron imponerse como el nuevo credo posmodernista, defendido e impuesto por los grandes poderes, al cual nadie puede oponerse sin salir perjudicado.
Y ambos están basados en argumentos por completo falaces y contradictorios con la realidad de la naturaleza: el sexo de una persona es lo que indica su cuerpo, sostenido por el ADN que posee en cada una sus células, y el embrión o feto es indudablemente un ser humano. Se está adoctrinando a los niños y jóvenes con postulados irreales, que no tienen sustento real ni científico. Lo mismo sucede con el asunto de los anticonceptivos, los cuales son presentados como la mejor opción que debe estar siempre presente, omitiendo los datos ciertos sobre los enormes efectos negativos que tienen en la salud de la mujer y en la relación afectiva de los esposos.
¡Qué triste es saber que hoy en día, para la mayoría de los adolescentes, la principal fuente de información sobre sexualidad son las series de Netflix! Por este motivo, es necesario insistir en brindarle a los jóvenes datos certeros, reales y de calidad sobre este tema.
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Para concluir, remarcamos la responsabilidad que tiene la sociedad toda en la educación al amor de las nuevas generaciones. Asimismo, se trata de una responsabilidad y un derecho primordiales de las familias. Recordemos que, cuando educamos a una persona para amar en la verdad y en el bien, le estamos abriendo las puertas al horizonte de una vida buena, plena y feliz.
Para más información sobre estos temas, podés encontrarnos en Instagram: @centrosanjuanpablo2
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