Hace algo de tiempo que me dedico a hablar del noviazgo, el matrimonio, la castidad y el amor en general. Conocí la teología del cuerpo hace unos seis años. Y, en ese momento, para mí sólo era alguna cosa extraña que seguro rayaba en la herejía (sí, mi yo de aquel entonces amaba anatemizar todo).
Sin embargo, terminó cautivando mi corazón. Y por esa razón comencé a compartirla con quienes pude (resultó que no era herejía).
Angustiados por la perfección
Durante ese tiempo, y al realizar esa actividad, he descubierto que necesito vivir con los ojos puestos en dos lugares: en mi corazón (para interiorizar lo que aprendo y enseño) y en el corazón de los demás (para saber cómo adecuar el mensaje a cada corazón, y comprender sus necesidades).
Si algo he visto en los últimos años, ha sido una angustia tremenda por conseguir el noviazgo perfecto, para lograr un matrimonio perfecto y entonces ¡boom…! La plena felicidad estará ahí, ese pedacito de cielo.
Llegan a mis mensajes directos, a mi correo e incluso a mi consultorio muchas personas que se frustran terriblemente porque sus noviazgos no están siendo tan perfectos como quisieran, por lo que —seguro piensan— el matrimonio tampoco lo será. O bien, otros plantean que quizá la persona especial aún no aparece por lo que… ¿qué pasará con ese matrimonio perfecto que anhelan vivir?
Y ojo, no digo esto en son de burla (debo aclarar esto pues, el tono de voz, mis gestos y demás no podrán notarse por medio del texto): al contrario, yo mismo me he descubierto en ese mismo lugar.
El matrimonio: ¿la tierra prometida?
María y yo nos casamos hace cinco meses ya (sí, estamos recién casados). Y quizás durante el último año me pasó justamente eso: caí en la ilusión de creer que si hacía todo a la perfección, mi matrimonio sería perfecto, y habría llegado a mi felicidad… habría llegado a la tierra prometida. Y entonces nos pusimos manos a la obra: tomamos la introducción al método Creighton, empezamos terapia de pareja, cada uno terapia de forma individual, dirección espiritual, lecturas sobre el matrimonio y la vida de pareja, retiros y un sin fin de cosas (que no son malas en absoluto, pero la ilusión del matrimonio perfecto estaba presente).
Incluso ya casado, los primeros dos o tres meses tenía una sensación como de “Aaahhh… por fin lo logramos”. Y luego comprendí: ¡NOOOOOOOO! (inserte grito dramático exagerado); claro que no lo habíamos logrado: no hemos llegado aún a la tierra prometida.
El riesgo de creer en el paraíso en la Tierra
Creo que mi caso puede no ser diferente del de otros. Y esto no pasa sólo con el matrimonio, sino con muchas otras cosas en la vida. Por ejemplo: el trabajo perfecto, la casa perfecta, el viaje de tus sueños, y un largo etcétera de cosas que, insisto, no son malas, pero que a veces nos hacen creer que son nuestro “destino final”, o fin último. Y es riesgoso creerlo: es riesgoso creer que podemos construir nuestro paraíso en la Tierra. (Y ojo, no digo que no podamos ser muy, muy, muuuuuy felices en esta vida, simplemente digo que no podemos ser absoluta y plenamente felices, pues somos llamados a algo más.)
El auténtico llamado
Entonces, ¿a qué estamos llamados? Bueno, dice el papa Juan Pablo II en las catequesis de la teología del cuerpo (basándose en la Escritura, el Magisterio y la Tradición de la Iglesia) que somos llamados a una plena comunión de amor con Dios en la vida eterna. En otras palabras, a la santidad. Esta plena comunión de amor con Dios es la tierra prometida que tanto anhelamos, es el destino al que ansiosamente esperamos llegar, y que a veces creemos que está en otros lados (no por mala voluntad, claro).
Por esta razón creo (e insisto) en que vale la pena darle a cada cosa su lugar. El matrimonio es, en palabras del padre Miguel Angel Fuentes: “una de las maravillas salidas de las manos de Dios”. Pero no es nuestra última palabra en la tierra. El matrimonio es un sacramento, lo que quiere decir que “significa” (es signo de) algo mayor. Y ese “algo mayor” es la plena comunión de amor con Dios en la vida eterna.
Es verdad, es una increíble vocación… toda una aventura, diría yo. Hay que tener presente eso: nos apunta a la realidad en dónde podremos ser y estar con el Creador, unirnos plenamente a él, y saciar absolutamente todos nuestros deseos.
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También es verdad que es importante trabajar por nuestro futuro matrimonio, trabajar sobre nuestra persona, ser nuestra mejor versión, y buscar vivir un noviazgo que nos haga crecer, que nos ayude a discernir. Y entonces vivir un matrimonio como Dios nos llame a vivirlo. Para eso, hay que tener en cuenta que, por un lado, el matrimonio no será mi destino final y, por otro lado, Dios provee (es decir, da las gracias necesarias para vivir la vocación).
Quizás, como yo, necesites no perder eso de vista, y por eso te dejo esta reflexión.
Si deseas seguir profundizando en el tema, puedes buscarme en Instagram: @soybernardod y @amoryresponsabilidad
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