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Foto del escritorPedro Freile

La importancia de conocer al otro



Dos palabras que no solemos comprender bien son estas dos: “conocer” y “amar”. Muchas veces decimos que conocemos a alguien porque lo hemos visto una vez, o hasta por haber oído su nombre en algunas conversaciones. De manera parecida, creemos que amar es querer estar junto a una persona que nos hace sentir bien. Por eso, es bueno entender mejor estos conceptos, porque ahí está lo más esencial de la vida saludable de las relaciones humanas, sobre todo en la pareja.



“Conocer”, según el Génesis


Una pista la tenemos cuando hablamos del sentido bíblico de la palabra conocer, que incluso se ha prestado a bromas. “Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín", encontramos en el Génesis. En una lectura superficial, interpretando el texto basados en lo que se relata, podríamos considerar que este “conoció” es una manera suave de expresar que tuvo relaciones sexuales.


Sin embargo, en el original hebreo el término usado indica que el conocimiento que se experimenta, es profundo e íntimo. Es una mezcla entre lo que entendemos por “conocer” en el sentido intelectual y el amor en su aspecto de unión con el otro.


El conocimiento nutre el amor


Esto se relaciona con aquello que declaraba San Agustín: para amar hay que conocer, y el conocimiento genera el amor. Santo Tomás de Aquino lo considera incluso una necesidad, y señala que el amar nos conduce a desear conocer cada vez más. También recuerda el concepto de Aristóteles sobre el amor, que es buscar el bien del otro.


Esto nos permite despojar al término de las connotaciones romanticonas e idealizantes de las películas y canciones, para enmarcarlo en el don de uno mismo. Intentar profundizar en la vida de quien amamos es una necesidad natural, por tanto, con el fin de poder saber cuál es su bien. ¿Por qué, entonces, nos resulta complicado juntar estos dos verbos en una misma idea?


Dónde radica el problema


El conflicto comienza cuando pensamos que ya conocemos, y los actos, palabras u omisiones de la otra persona nos hieren, pues no las esperamos. Pongo un ejemplo práctico: compro un teléfono, lo tengo en mis manos y lo uso un par de minutos. Como supongo que conozco su funcionamiento, me entristece darme cuenta de que no sonó cuando me hicieron una llamada, o porque su pantalla se apaga a los treinta segundos. Si no llego a investigar sus opciones, lo desecharé como inservible. Nos pasa con las relaciones: no conozco al otro, no sé por qué reacciona de tal o cual manera, no entiendo por qué no puede hacer lo que yo espero. Y me alejo.


El reverso de la misma moneda es creer que ya me conocen y que, por tanto, buscarán mi bien, y ver que en ocasiones no lo hacen. Eso me frustra y enoja. Como pensar que el celular debería saber lo que necesito, y automáticamente complacerme.


Conócete a ti mismo


Si no le permito a la otra persona conocerme, si me guardo cosas, si me avergüenzo de mis debilidades o espero que adivine lo que quiero, lo más probable es que no cumpla mis expectativas. Y que me aleje. Pero consideremos primeramente esta pregunta: ¿nos conocemos a nosotros mismos? De aquí parte todo.


Los griegos clásicos tenían esa máxima: “Conócete a ti mismo”. Esta es la lucha diaria, la milicia que significa la vida del ser humano en la tierra. Una aventura hacia el interior de uno mismo, para encontrarnos con fortalezas y defectos, con nuestro pasado y nuestros sueños.


Cuando emprendo este viaje de autoconocimiento, puedo invitar al otro a acompañarme en este aprendizaje mutuo. Nos juntamos en un solo peregrinar hacia nosotros mismos, y esto nos permite entender nuestras emociones, pensamientos y necesidades, y también los del otro. Esto es fundamental en la pareja, pues no podremos esperar que él o ella cubra nuestros requerimientos, si nosotros mismos no sabemos cuáles son. Es como ir a la tienda de la esquina y decirle al tendero que me venda un pan, sin decirle qué tipo de pan busco…, porque no tengo idea.


Consecuencias dramáticas de no abrirse al otro


Recuerdo que, en Último tango en París, la densa obra de Bertolucci, el protagonista la condiciona a su contraparte femenina para que no se digan los nombres, esperando que esa relación fuese una especie de remanso en el duro tráfico de la existencia. Sin embargo, ella necesita mostrarle su vida, contarle de sus heridas del pasado, de sus ilusiones. Él no se interesa, porque no quiere conocerla: solo pretende usarla para olvidar. No quiere amar. Sabe que el amor llevaría esa relación al plano real, a la cotidianidad no siempre agradable. Cuando pienso en las relaciones que no caminan, pienso en este ejemplo dramático. Quizás no de una forma tan directa, pero hay veces en que no nos abrimos al conocimiento mutuo, porque tememos golpearnos con la realidad.


* * *


Conocer nos permite amar, y amar nos impulsa a conocer cada vez mejor, en un círculo virtuoso. El amor de pareja, de amigos, de padres, hijos o hermanos, implica querer entendernos. Si me conozco, puedo explicar qué necesito de los demás. Y esto motiva al encuentro, a querer saber quiénes son, a poder buscar el bien del otro. Todo comienza en uno mismo, y parte hacia los demás. Cuando el amor se ha instalado en nuestras vidas, no me contento con haber visto un poquito de lo que es cada persona: quiero verlo todo, y que me vean a mí. Nos volvemos honestos y directos, pero prudentes; transparentes, pero cariñosos y caritativos.


El amor, así, se va regando como por un terreno antes inexplorado y hoy conquistado. Quiero conocerme para explicarme, y así encontrarme con aquel que se conoce y se explica. Hacia el amor.



Si te interesa conocer más sobre estos temas, puedes buscarme en Instagram: @pedrofreile.sicologo


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