Pensar que vivir la castidad implica olvidarse de todo aquello que conforma el rico mundo de la sexualidad es un error. Considerar que la castidad se identifica con la ausencia de relaciones sexuales es una mirada superficial y reductiva. Una mirada un tanto más profunda de la castidad permite ver que ésta, lejos de postergar la dimensión de la sexualidad, implica trabajar activamente sobre ella ordenándola al amor.
Aclarando nociones
Es preciso distinguir la castidad de la virginidad y del celibato. La virginidad es la condición de aquella persona que nunca ha tenido relaciones sexuales voluntariamente. El celibato, en cambio, es la decisión voluntaria de no tener relaciones sexuales en adelante, ya sea que uno sea virgen o no. Se trata de una decisión que se toma, por ejemplo, por razones religiosas. En ambos casos, se da una suerte de punto de no retorno. En efecto, el que tiene relaciones sexuales voluntariamente una vez deja de ser virgen para toda la vida. Y el que hace un compromiso de celibato una vez, está llamado a vivir dicha condición para toda la vida. Ello no ocurre con la castidad.
En la castidad no existe un punto de no retorno. No hay algo que uno pueda hacer que lo haga perder definitivamente la castidad, ni un momento a partir del cual uno adquiera la castidad para toda la vida. Esto es así porque la castidad no es un acto, sino un hábito. Como tal, se adquiere y se hace fuerte mediante la repetición de actos libres, y no se pierde cuando alguna vez se realiza un acto contrario. Y como es un hábito, lejos de olvidarse de la sexualidad —lo que llevaría a perder el hábito— requiere que se trabaje activamente.
Trabajar la sexualidad
Todo hábito se adquiere mediante la repetición de actos libres. Lo interesante es que el acto a partir del cual se adquiere el hábito de la castidad se manifiesta de maneras diversas. La castidad no se adquiere evitando tener relaciones sexuales —pues, de hecho, la castidad dentro del matrimonio supone tenerlas—, sino mediante la realización de un acto más profundo. El acto a partir del cual se construye el hábito de la castidad es la ordenación del mundo de la sexualidad —con toda su fuerza y su riqueza— al amor. Y aquí se entiende el amor como la búsqueda del bien para la otra persona.
Practicar la castidad requiere una gran generosidad y apertura a los demás, pues implica anteponer el bien de la otra persona a los propios deseos y necesidades, por más intensos que sean éstos. Pero no se trata de reprimir los propios deseos, sino de ordenarlos mediante una afirmación: “prefiero lo que sea mejor para ti”. La ordenación del mundo de la sexualidad al amor se manifiesta a través de muchos actos, y por eso requiere un trabajo permanente. Supone una manera de mirar, de hablar, de imaginar, de tocar, de abrazar, etc.; en la que prime la búsqueda del bien de la otra persona. Se trata, pues, de una actitud vital que implica ocuparse activamente de las fuerzas que componen el valioso mundo de la sexualidad ordenándolas a su fin propio, que es el amor.
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