Cuando a uno le preguntan por qué le gusta tal o cual persona, uno intenta enumerar sus cualidades, especialmente aquellas que hacen que esa persona sea valiosa, al menos ante nuestros ojos. Pueden tratarse de cuestiones físicas —color de ojos, de cabello, contextura— o de la personalidad —seguridad, sinceridad, ternura, facilidad para hacer reír a otros—. Pero lo cierto es que si uno toma esas cualidades, las mejora y las coloca en alguien en quien se combinan de una mejor manera, nuestros afectos no dejan de inclinarse hacia nuestra elección original. Esto ocurre porque en esa descripción siempre se escapa un “no-sé-qué”, una suerte de ingrediente secreto que hace que esa persona en quien se dan esas cualidades sea especial para nosotros. Sabemos que hay algo, pero no podemos decir qué es. Y está perfecto que sea así.
Definición y poesía
Hay cosas que podemos explicar mediante definiciones y otras que no. Cuando definimos algo, de alguna manera lo hacemos a nuestra medida, pues expresamos lo esencial de algo en palabras que nosotros podemos entender. Cuando definimos algo, lo encasillamos. Hay realidades, en cambio, que no podemos definir. Son realidades que nos superan tanto que, cuando las hacemos a nuestra medida, se nos escapa lo esencial. Podemos intentar describir algún aspecto, pero sabiendo que el “todo” es inabarcable. Paradójicamente, son precisamente esas realidades las que suscitan en el ser humano las interrogantes y reflexiones más profundas: Dios, el sentido de la vida, la felicidad, el ser humano mismo; entre otras. En este grupo se encuentra también el amor.
En el ámbito del amor, son muy pocas las definiciones y, por el contrario, son muchas las cosas que no terminamos de entender. Esto es así porque la persona amada nunca deja de ser en cierto sentido un misterio. Un misterio es realidad que no podemos ver —y entender— totalmente no porque sea oscura, sino por exceso de luz. Frente al misterio, nuestra inteligencia se encuentra como los ojos de un búho frente al sol. Toda persona es, pues, portadora de una riqueza y de un valor insondable, incalculable. Frente a la posibilidad de encasillarla, la otra persona me supera. Y si acaso intento hacerla calzar en mis esquemas —lo que puede esconder un deseo de control—, corro el riesgo de que eso que “entiendo” no sea ella. Por eso el amor es un terreno tan fecundo para la poesía, pues ella no encasilla, sino que precisamente surge cuando me siento desbordado por el otro. Y por eso nadie escribe poesía sobre la Economía o el Derecho, que son cosas que, quienes las estudian, generalmente las entienden.
Valor incondicional
La incapacidad para abarcar completamente a la otra persona me da una pauta de su auténtica riqueza y su valor. Que haya algo de esa persona que sea inalcanzable, pone de manifiesto que posee un valor que nadie puede alterar y que, por lo tanto, nadie puede hacer que decrezca, ni siquiera ella misma. Por eso la esclavitud es inadmisible, incluso en el caso de que alguien se someta libremente a ella. Es, pues, condenable toda actitud que tienda a reducir a la persona al estatus de objeto o de cosa, pues ello entra en abierta contradicción con su insondable valor, que demanda que sea tratada siempre como un sujeto. Siempre un “alguien”, nunca un “algo”. Ello se aplica especialmente al ámbito de la sexualidad, donde resulta censurable todo trato que lleve a considerar a otra persona como un objeto de placer, incluso si ella accede libremente a que se la trate de esa manera.
Toda persona es valiosa, y nada que uno haga puede hacer que pierda ese insondable valor. Esto es así porque se trata de un valor que uno posee por el simple hecho de existir como ser humano. Ese valor profundo no se adquiere mediante las buenas acciones, ni se pierde con las malas; simplemente “valgo porque existo”. Y por eso nada que uno haya hecho habilita a otros —o a uno mismo— a actuar como si uno careciera de ese gran valor. Se trata, pues, de un valor incondicional que le permite a uno amarse incondicionalmente —a pesar de todo—, y descubrir que puede ser amado también de modo incondicional por los otros. En el ámbito de la sexualidad —y en la vida en general—, la única actitud válida es el amor —entendido como la búsqueda del bien de la otra persona—. Nada nunca lo habilita a uno a entregar menos, ni a esperar menos de otros hacia su persona.
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